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Década de los sesenta, jóvenes entre ocho y dieciséis años, un pueblo y mucha infancia.
Para ir imitando a los mayores creamos dos “bandas” para jugar, apareciendo una sana rivalidad. Eran juegos inicialmente sanos como en una buena imitación hasta que dejan de ser imitaciones y convertirse en las crueldades de los adultos, también de los niños.
No había televisión ni tampoco casi deberes de la escuela por tanto desde la terminación de la jornada escolar hasta la cena jugábamos por todo el pueblo.
Las bandas eran la del “Sebas” y la del “Bautista”, ambos ya con dieciséis años y con la capacidad de arrastrar a la chiquillería que les rodeábamos hasta donde hiciera falta. El Sebas era más intelectual, era de los mejores en la escuela, el Bautista era más fuerte y provocón, en la escuela, de lo peor.
Aunque el Bautista era primo mío yo me decanté por el Sebas, era mi ídolo infantil.
No pasaba nada de particular, corríamos por todo el pueblo. Las contiendas entre bandas eran diarias pero nunca pasó nada, unas veces ganaban unos y otras los otros.
Pero como en todas las contiendas de la vida, todo va según lo previsto hasta que alguien o algunos deciden no jugar limpio.
Nuestro cuartel general era un viejo corralón del Sebas donde guardaba las cabras que surtían la carnicería de su familia, y era tan grande que allí cabíamos todos.
Dentro de nuestro infantil sentido de la “Convención de Ginebra” había un gran respeto mutuo entre “enemigos” porque al final estábamos todos en la misma escuela e incluso entremezclados, pero esa era la actividad que nos entretenía y la verdad es que le daba mucho aliciente a nuestras tardes.
Rompimos la convención de ginebra infantil. Una tarde apareció por allí Eladio, un niño de mi edad que sin ningún sentido ni fin se introdujo en el corralón. Era de la banda del Bautista:
- “¡Un espía, tenemos aquí un espía!”.
Eladio se reía y se ponía rojo, una veintena de miradas se dirigían a él.
- “Vamos a sacarle información sobre el enemigo”. – apuntó algún exaltado.
Lo cogieron, se dejó coger y lo que en un principio era la pretensión de asustarlo o de reírnos se fue complicando, como todo lo imprevisto y que nunca valoras por donde puede salir, daños colaterales.
Había un cobertizo abierto con el techo de vigas de madera. Una de ellas estaba en fase de partirse y se apuntalaba con otra desde el suelo al centro de ésta. En ese cobertizo guardábamos las espadas, lanzas, arcos y los estandartes de banda.
- “Vamos a amarrarlo a la viga”. – dice otro instigador.
- “Vamos a desnudarlo”. – sugiere el típico cruel de las masas.
A Eladio le cambió la cara. Ya no se reía. Lo de desnudarlo no lo entendía y sobretodo habiendo niñas delante. Los calzoncillos no le preocupaban, esa prenda aún no había llegado al pueblo.
Lo desnudaron, lo ataron al madero y empezó a llorar.
Sebas no estaba. Su prudencia como líder no hubiese permitido eso. Yo no intervine pero tampoco me opuse. Yo era de los insignificantes, de los menos valientes, no tenía ni ideas, y esa falta de identidad hacían que en la banda fueses simplemente “infantería”.
Un tercero sugiere que para hacerlo hablar había que hacerle daño. Se miran unos a otros, miran a su alrededor y lo menos ofensivo que había por allí, un cardo del campo, que tiene pinchos, deciden usarla como “suero de la verdad”. Ahora me alegro que cogiesen la planta porque por allí había colgadas hoces, viergos, sierras, decenas de herramientas del campo.
Como el “prisionero” seguía llorando y no decía nada, porque no sabía nada e incluso ni de lo que hablaban, el acto perdió interés y cada uno se fue yendo hasta que al final quedaron solo los “torturadores”. Ya no se divertían pero no por eso estaban dispuestos a que aquello terminara.
- “Lo vamos a dejar atado hasta que alguien venga a por él”.
Lo más seguro que fuera el carnicero cuando fuera a echar de comer a los animales. Allí lo dejaron. Hay que reconocer que no le hicieron daño físico, pero su moral y autoestima quedó por los suelos.
Nadie se había percatado de la presencia de un niño que lloraba algo alejado del tumulto, en un lateral del corralón, a nadie le llamó la atención de que Abelardo llorara en silencio lo que le estaban haciendo a su hermano. Abelardo tenía dos años menos que Eladio y sentía adoración por su hermano.
Aquél episodio fue cruel para él y sería duro para nosotros. Sin darnos cuenta habíamos creado nuestro propio “terrorista infantil”, desde aquél día no pudimos vivir sin la constante presencia y amenaza de Abelardo. Lo encontrábamos en cualquier momento, en cualquier situación, y nos asustaba la posible salida no prevista del “terrorista Abelardo”.
Pasaron unos días, estando todos en la escuela Abelardo no se presentó, imaginamos que estaba haciendo “novillos”, tampoco nos importaba. Lo que si nos preocupó e indignó fue el comprobar esa tarde que habían ardido los dos estandartes o banderas de la banda en el mismo corralón donde se guardaban. Allí estaban los restos de las infantiles identidades tribales. No sabíamos quién había sido, ni lo imaginamos, ya que desde el “interrogatorio” de Eladio a ninguno de la otra banda se le ocurriría ir por allí. Hasta entonces tampoco había dado señales de actividad Abelardo pero al final se dejó oír ya que en su incursión en nuestros dominios se llevó todo el “armamento” y manifestó que o le dábamos seis pesetas por devolverlo o quemaba todas las espadas y enseres de “guerra”.
Eran ocho años contra dieciséis, éramos niños, ya que con esa desproporción de fuerzas le pudimos pegar y quitarle nuestras espadas, pero esta vez optamos por la diplomacia bajo nuestro sentimiento de culpabilidad. Hicimos una colecta entre los “militares”, le dimos el rescate de las seis pesetas y él nos señaló el lugar donde las había escondido. De no haber pagado el rescate nunca las hubiésemos encontrado, con esto empezamos a valorar la “capacidad del enemigo, la del hostigador”.
Salió Abelardo de la escuela una media hora antes de lo normal, le había dicho al maestro que le dolía la barriga. Normal, con aquellas comidas “equilibradas” de la época raro era el día que alguno tenía que irse a casa por problemas internos.
Abelardo mintió. No le dolía la barriga, le dolía su amor propio y la humillación de su hermano.
Salimos del colegio todos a la vez. Abelardo estaba apostado en la parte superior de un callejón con los bolsillos llenos de chinos y su tirachinas en mano. Al lado había recopilado todas las piedras medianas que había esparcidas en toda aquella calle no asfaltada.
Disparó el tirachinas a diestro y siniestro, sin distinción de “amigos o enemigos”, quería vengar a su hermano. Acabó con todos los chinos de los bolsillos, se colgó el tirachinas del cuello y empezó con la “artillería pesada”. Los pedruscos zumbaban por todos lados, desde su posición estratégica no se escapaba nadie ni podías llegar a él sin ser alcanzado por cualquier cosa. Nos avasalló allí a todos. No hubo heridos salvo el susto y algunas magulladuras, desapareció como un rayo.
Fue listo. Su acción no la quiso hacer en el recreo porque el maestro hubiese intervenido y en la calle, fuera del horario escolar, solo se lo tendría que explicar a su padre y él se lo explicaría.
Se quitó de en medio una semana. No salió de su casa, presuntamente estaba malo.
A su vuelta alguno le recriminó su acción pero entre niños ya estaba olvidado el tema, o tal vez interiormente todos nos acordábamos de la faena que le habíamos hecho al hermano y teníamos que callarnos.
Quisimos vengarnos de él, de su acción, la que nos dejó en ridículo a todos. Para ello le robamos en la escuela unos tirantes a un tal Juan, unos tirantes de cuero. Juan se lo dijo al maestro, éste dijo que nadie saldría de la escuela mientras no aparecieran los tirantes de Juan.
Abelardo estaba tranquilo, él no había cogido los tirantes, por lo que no se preocupó de mirar en su cartera o en su pupitre. Cuando llegó el momento de registrar su pupitre, allí aparecieron los tirantes. Con sutileza y alevosía alguien le había depositado los tirantes para inculparlo.
Cuando el maestro levantó la mano con el objeto, la clase se rió con complicidad. Todos sabíamos que se le habían colocado los tirantes a Abelardo en lo más recóndito de su pupitre.
Mientras el maestro le sentenciaba a una semana sin recreo, Abelardo nos repasó visualmente con una vidriosa mirada consecuencia de la injusticia que estaba viviendo, el rencor con que nos lo haría pagar, y porqué no, por las lágrimas de simplemente un niño que no llega a comprender las estrategias de la vida, las de los niños adultos, la prepotencia del poder que da la masa, aquí el dinero no intervino, todos estábamos tiesos.
Esto no lo pasaría por alto Abelardo. A los pocos días, el maestro se ausentó unos minutos, vivía en el piso superior de la escuela y subió a lo que fuera. Este maestro tenía la costumbre de dejarnos solos y a uno de nosotros le encargaba que anotase en la pizarra a todo el que hablara en su ausencia. Abelardo se salió de la clase y se quedó todo el tiempo mirando las escaleras por donde el maestro debía de regresar. Entró corriendo, pasó como un rayo por todos lo pupitres tirando todos los libros de los demás por el suelo. El revuelo fue enorme, todos se lanzaron sobre Abelardo que correteaba por toda la clase para no dejarse coger. Veinte personas detrás de él. Lo cogieron, justo cuando apareció el maestro.
Quedó asombrado, la clase estaba como destrozada, los niños, en vez de recoger los libros del suelo se dedicaron a perseguir a Abelardo y la imagen que captó el docente fue dantesca.
Por entonces teníamos escuela hasta el sábado todo el día, pero el jueves por la tarde el maestro nos sacaba a dar una vuelta por el campo, decisión que agradecíamos mucho porque nos liberaba de tanta cultura.
- “Este jueves no hay excursión, todos castigados por este comportamiento incívico” –
afirmó el maestro con severidad.
El único que se reía por lo bajo era Abelardo. Había provocado su propio castigo con tal de castigar a todos los que habían humillado a su hermano.
Pasó el tiempo, hacíamos las actividades cotidianas en cuanto a ayudar a la casa. Íbamos a por agua a la fuente para uso doméstico. Si Abelardo estaba por allí o lo presentías, no podías dejar los cántaros solos porque alguno caía. Si ibas al campo con la burra o el mulo, debías de tenerlos siempre atados porque si aparecía Abelardo les tiraba piedras los asustaba, salían corriendo y el resto del día había que dedicarlo a capturar a los animales.
Si sabía que tenías un gato al que querías mucho, a horas extrañas le ponía un lazo de alambre en la gatera donde el gato quedaba atrapado y muerto por el cuello.
Salíamos los domingos con la única y exclusiva ropa limpia que teníamos para aquél día. Te acordabas de Abelardo, mirabas alrededor, ya que otra de sus faenas era coger barro líquido del pilón donde bebían los animales y esparcirlo a ráfagas sobre nuestra ropa de domingo.
No veías a Abelardo, pero sentías su presencia, sabíamos que detrás de todo esto estaba él. También ocurrían otros incidentes en el pueblo como bicicletas pinchadas, cristales rotos, inundaciones de huertos y todo se le achacaba a Abelardo, pero el tiempo demostró que otros niños usaban de la “reputación terrorista” de Abelardo para hacer su propias fechorías.
La impunidad con que actuaba Abelardo era su habilidad por aparecer y desaparecer, manifestarse y retirarse, tampoco se le podía pegar por desproporcionalidad, y por encima de todo estaba el respeto que le teníamos a su padre y a todos los padres de esa época.
Hasta el día de la “tortura” Abelardo era un niño activo e inquieto, un niño sin notoriedad, un niño fuera de nuestro círculo por su corta edad, simplemente un niño, pero por nuestra superioridad, egoísmo y falta de compresión hicimos de él un “terrorista infantil” que nos agobió durante mucho tiempo hasta que cada uno fue dejando la banda o el pueblo, o simplemente, nos fuimos haciendo adultos.
Abelardo adquirió fama de travieso entre la “población civil”, llámese adultos, padres, madres, el cura y otras entidades, y lo achacaban a que era un niño muy activo y agresivo, pero la verdad solo la sabíamos los “militares”, verdad que no nos interesaba decir porque lo que habíamos hecho, aún siendo un asunto de niños, fue bastante cruel. Nunca dijimos nada a los adultos porque necesitábamos mantener nuestra imagen de niños modélicos, que frente a ellos, era la imagen que nosotros debíamos de transmitir.
Década de los sesenta, jóvenes entre ocho y dieciséis años, un pueblo y mucha infancia.
Para ir imitando a los mayores creamos dos “bandas” para jugar, apareciendo una sana rivalidad. Eran juegos inicialmente sanos como en una buena imitación hasta que dejan de ser imitaciones y convertirse en las crueldades de los adultos, también de los niños.
No había televisión ni tampoco casi deberes de la escuela por tanto desde la terminación de la jornada escolar hasta la cena jugábamos por todo el pueblo.
Las bandas eran la del “Sebas” y la del “Bautista”, ambos ya con dieciséis años y con la capacidad de arrastrar a la chiquillería que les rodeábamos hasta donde hiciera falta. El Sebas era más intelectual, era de los mejores en la escuela, el Bautista era más fuerte y provocón, en la escuela, de lo peor.
Aunque el Bautista era primo mío yo me decanté por el Sebas, era mi ídolo infantil.
No pasaba nada de particular, corríamos por todo el pueblo. Las contiendas entre bandas eran diarias pero nunca pasó nada, unas veces ganaban unos y otras los otros.
Pero como en todas las contiendas de la vida, todo va según lo previsto hasta que alguien o algunos deciden no jugar limpio.
Nuestro cuartel general era un viejo corralón del Sebas donde guardaba las cabras que surtían la carnicería de su familia, y era tan grande que allí cabíamos todos.
Dentro de nuestro infantil sentido de la “Convención de Ginebra” había un gran respeto mutuo entre “enemigos” porque al final estábamos todos en la misma escuela e incluso entremezclados, pero esa era la actividad que nos entretenía y la verdad es que le daba mucho aliciente a nuestras tardes.
Rompimos la convención de ginebra infantil. Una tarde apareció por allí Eladio, un niño de mi edad que sin ningún sentido ni fin se introdujo en el corralón. Era de la banda del Bautista:
- “¡Un espía, tenemos aquí un espía!”.
Eladio se reía y se ponía rojo, una veintena de miradas se dirigían a él.
- “Vamos a sacarle información sobre el enemigo”. – apuntó algún exaltado.
Lo cogieron, se dejó coger y lo que en un principio era la pretensión de asustarlo o de reírnos se fue complicando, como todo lo imprevisto y que nunca valoras por donde puede salir, daños colaterales.
Había un cobertizo abierto con el techo de vigas de madera. Una de ellas estaba en fase de partirse y se apuntalaba con otra desde el suelo al centro de ésta. En ese cobertizo guardábamos las espadas, lanzas, arcos y los estandartes de banda.
- “Vamos a amarrarlo a la viga”. – dice otro instigador.
- “Vamos a desnudarlo”. – sugiere el típico cruel de las masas.
A Eladio le cambió la cara. Ya no se reía. Lo de desnudarlo no lo entendía y sobretodo habiendo niñas delante. Los calzoncillos no le preocupaban, esa prenda aún no había llegado al pueblo.
Lo desnudaron, lo ataron al madero y empezó a llorar.
Sebas no estaba. Su prudencia como líder no hubiese permitido eso. Yo no intervine pero tampoco me opuse. Yo era de los insignificantes, de los menos valientes, no tenía ni ideas, y esa falta de identidad hacían que en la banda fueses simplemente “infantería”.
Un tercero sugiere que para hacerlo hablar había que hacerle daño. Se miran unos a otros, miran a su alrededor y lo menos ofensivo que había por allí, un cardo del campo, que tiene pinchos, deciden usarla como “suero de la verdad”. Ahora me alegro que cogiesen la planta porque por allí había colgadas hoces, viergos, sierras, decenas de herramientas del campo.
Como el “prisionero” seguía llorando y no decía nada, porque no sabía nada e incluso ni de lo que hablaban, el acto perdió interés y cada uno se fue yendo hasta que al final quedaron solo los “torturadores”. Ya no se divertían pero no por eso estaban dispuestos a que aquello terminara.
- “Lo vamos a dejar atado hasta que alguien venga a por él”.
Lo más seguro que fuera el carnicero cuando fuera a echar de comer a los animales. Allí lo dejaron. Hay que reconocer que no le hicieron daño físico, pero su moral y autoestima quedó por los suelos.
Nadie se había percatado de la presencia de un niño que lloraba algo alejado del tumulto, en un lateral del corralón, a nadie le llamó la atención de que Abelardo llorara en silencio lo que le estaban haciendo a su hermano. Abelardo tenía dos años menos que Eladio y sentía adoración por su hermano.
Aquél episodio fue cruel para él y sería duro para nosotros. Sin darnos cuenta habíamos creado nuestro propio “terrorista infantil”, desde aquél día no pudimos vivir sin la constante presencia y amenaza de Abelardo. Lo encontrábamos en cualquier momento, en cualquier situación, y nos asustaba la posible salida no prevista del “terrorista Abelardo”.
Pasaron unos días, estando todos en la escuela Abelardo no se presentó, imaginamos que estaba haciendo “novillos”, tampoco nos importaba. Lo que si nos preocupó e indignó fue el comprobar esa tarde que habían ardido los dos estandartes o banderas de la banda en el mismo corralón donde se guardaban. Allí estaban los restos de las infantiles identidades tribales. No sabíamos quién había sido, ni lo imaginamos, ya que desde el “interrogatorio” de Eladio a ninguno de la otra banda se le ocurriría ir por allí. Hasta entonces tampoco había dado señales de actividad Abelardo pero al final se dejó oír ya que en su incursión en nuestros dominios se llevó todo el “armamento” y manifestó que o le dábamos seis pesetas por devolverlo o quemaba todas las espadas y enseres de “guerra”.
Eran ocho años contra dieciséis, éramos niños, ya que con esa desproporción de fuerzas le pudimos pegar y quitarle nuestras espadas, pero esta vez optamos por la diplomacia bajo nuestro sentimiento de culpabilidad. Hicimos una colecta entre los “militares”, le dimos el rescate de las seis pesetas y él nos señaló el lugar donde las había escondido. De no haber pagado el rescate nunca las hubiésemos encontrado, con esto empezamos a valorar la “capacidad del enemigo, la del hostigador”.
Salió Abelardo de la escuela una media hora antes de lo normal, le había dicho al maestro que le dolía la barriga. Normal, con aquellas comidas “equilibradas” de la época raro era el día que alguno tenía que irse a casa por problemas internos.
Abelardo mintió. No le dolía la barriga, le dolía su amor propio y la humillación de su hermano.
Salimos del colegio todos a la vez. Abelardo estaba apostado en la parte superior de un callejón con los bolsillos llenos de chinos y su tirachinas en mano. Al lado había recopilado todas las piedras medianas que había esparcidas en toda aquella calle no asfaltada.
Disparó el tirachinas a diestro y siniestro, sin distinción de “amigos o enemigos”, quería vengar a su hermano. Acabó con todos los chinos de los bolsillos, se colgó el tirachinas del cuello y empezó con la “artillería pesada”. Los pedruscos zumbaban por todos lados, desde su posición estratégica no se escapaba nadie ni podías llegar a él sin ser alcanzado por cualquier cosa. Nos avasalló allí a todos. No hubo heridos salvo el susto y algunas magulladuras, desapareció como un rayo.
Fue listo. Su acción no la quiso hacer en el recreo porque el maestro hubiese intervenido y en la calle, fuera del horario escolar, solo se lo tendría que explicar a su padre y él se lo explicaría.
Se quitó de en medio una semana. No salió de su casa, presuntamente estaba malo.
A su vuelta alguno le recriminó su acción pero entre niños ya estaba olvidado el tema, o tal vez interiormente todos nos acordábamos de la faena que le habíamos hecho al hermano y teníamos que callarnos.
Quisimos vengarnos de él, de su acción, la que nos dejó en ridículo a todos. Para ello le robamos en la escuela unos tirantes a un tal Juan, unos tirantes de cuero. Juan se lo dijo al maestro, éste dijo que nadie saldría de la escuela mientras no aparecieran los tirantes de Juan.
Abelardo estaba tranquilo, él no había cogido los tirantes, por lo que no se preocupó de mirar en su cartera o en su pupitre. Cuando llegó el momento de registrar su pupitre, allí aparecieron los tirantes. Con sutileza y alevosía alguien le había depositado los tirantes para inculparlo.
Cuando el maestro levantó la mano con el objeto, la clase se rió con complicidad. Todos sabíamos que se le habían colocado los tirantes a Abelardo en lo más recóndito de su pupitre.
Mientras el maestro le sentenciaba a una semana sin recreo, Abelardo nos repasó visualmente con una vidriosa mirada consecuencia de la injusticia que estaba viviendo, el rencor con que nos lo haría pagar, y porqué no, por las lágrimas de simplemente un niño que no llega a comprender las estrategias de la vida, las de los niños adultos, la prepotencia del poder que da la masa, aquí el dinero no intervino, todos estábamos tiesos.
Esto no lo pasaría por alto Abelardo. A los pocos días, el maestro se ausentó unos minutos, vivía en el piso superior de la escuela y subió a lo que fuera. Este maestro tenía la costumbre de dejarnos solos y a uno de nosotros le encargaba que anotase en la pizarra a todo el que hablara en su ausencia. Abelardo se salió de la clase y se quedó todo el tiempo mirando las escaleras por donde el maestro debía de regresar. Entró corriendo, pasó como un rayo por todos lo pupitres tirando todos los libros de los demás por el suelo. El revuelo fue enorme, todos se lanzaron sobre Abelardo que correteaba por toda la clase para no dejarse coger. Veinte personas detrás de él. Lo cogieron, justo cuando apareció el maestro.
Quedó asombrado, la clase estaba como destrozada, los niños, en vez de recoger los libros del suelo se dedicaron a perseguir a Abelardo y la imagen que captó el docente fue dantesca.
Por entonces teníamos escuela hasta el sábado todo el día, pero el jueves por la tarde el maestro nos sacaba a dar una vuelta por el campo, decisión que agradecíamos mucho porque nos liberaba de tanta cultura.
- “Este jueves no hay excursión, todos castigados por este comportamiento incívico” –
afirmó el maestro con severidad.
El único que se reía por lo bajo era Abelardo. Había provocado su propio castigo con tal de castigar a todos los que habían humillado a su hermano.
Pasó el tiempo, hacíamos las actividades cotidianas en cuanto a ayudar a la casa. Íbamos a por agua a la fuente para uso doméstico. Si Abelardo estaba por allí o lo presentías, no podías dejar los cántaros solos porque alguno caía. Si ibas al campo con la burra o el mulo, debías de tenerlos siempre atados porque si aparecía Abelardo les tiraba piedras los asustaba, salían corriendo y el resto del día había que dedicarlo a capturar a los animales.
Si sabía que tenías un gato al que querías mucho, a horas extrañas le ponía un lazo de alambre en la gatera donde el gato quedaba atrapado y muerto por el cuello.
Salíamos los domingos con la única y exclusiva ropa limpia que teníamos para aquél día. Te acordabas de Abelardo, mirabas alrededor, ya que otra de sus faenas era coger barro líquido del pilón donde bebían los animales y esparcirlo a ráfagas sobre nuestra ropa de domingo.
No veías a Abelardo, pero sentías su presencia, sabíamos que detrás de todo esto estaba él. También ocurrían otros incidentes en el pueblo como bicicletas pinchadas, cristales rotos, inundaciones de huertos y todo se le achacaba a Abelardo, pero el tiempo demostró que otros niños usaban de la “reputación terrorista” de Abelardo para hacer su propias fechorías.
La impunidad con que actuaba Abelardo era su habilidad por aparecer y desaparecer, manifestarse y retirarse, tampoco se le podía pegar por desproporcionalidad, y por encima de todo estaba el respeto que le teníamos a su padre y a todos los padres de esa época.
Hasta el día de la “tortura” Abelardo era un niño activo e inquieto, un niño sin notoriedad, un niño fuera de nuestro círculo por su corta edad, simplemente un niño, pero por nuestra superioridad, egoísmo y falta de compresión hicimos de él un “terrorista infantil” que nos agobió durante mucho tiempo hasta que cada uno fue dejando la banda o el pueblo, o simplemente, nos fuimos haciendo adultos.
Abelardo adquirió fama de travieso entre la “población civil”, llámese adultos, padres, madres, el cura y otras entidades, y lo achacaban a que era un niño muy activo y agresivo, pero la verdad solo la sabíamos los “militares”, verdad que no nos interesaba decir porque lo que habíamos hecho, aún siendo un asunto de niños, fue bastante cruel. Nunca dijimos nada a los adultos porque necesitábamos mantener nuestra imagen de niños modélicos, que frente a ellos, era la imagen que nosotros debíamos de transmitir.
Manuel Porcel. 09-07-2005