viernes, 18 de julio de 2008

Mi amiguete el mariconcete.

Tan solo diecisiete años y ya había elegido su tendencia sexual, al menos empezó a soñar y a ser feliz con la parte poética de su condición.Era bajito y regordete, solitario y agradable. Le recuerdo paseando siempre solo por el colegio, con un pequeño transistor pegado a la oreja y sonriendo a todo el mundo. No me llamaba la atención en absoluto, tan solo su soledad, aunque en su cara no se reflejaba nada de infelicidad.
Por entonces me preocupaba mucho por el prójimo, por sus problemas, por su ánimo, fuera quién fuera. Tenía tiempo para todo en el internado y la verdad es que era hasta satisfactorio poder echar una mano en cuanto se podía.
No sé cómo empezamos a relacionarnos, al final se hizo inseparable, me buscaba, dábamos grandes paseos, le encantaba hablar y a mí escuchar. La soledad que intuía que sentía se manifestó evidente, allí no tenía amigos, yo tenía mi propio círculo de amigos, pero sacaba tiempo para él. Aparentemente no tenía grandes problemas aparte de los típicos de la edad. Me hablaba de su familia, de sus hermanos, de su ambiente y de que realmente era la oveja negra de la familia. No sabía a lo que se refería exactamente pero por la madurez que yo presentaba por entonces me era muy fácil convencerlo de que estaba equivocado, que las cosas no eran así. Creo que fui elevándole sus valores y al final nos hicimos muy amigos.
Yo tenía cinco amigos que dormíamos en la misma habitación, amigos no reunidos por afinidades sino por apellido, pero con el tiempo y las vivencias en común, terminamos haciendo amistad y casi de por vida.
Desde que nos autorizaban a subir al dormitorio hasta que se apagaban las luces para dormir había un intervalo distendido de una hora en que nos poníamos los pijamas, contábamos algo extraordinario o especial, o jugábamos en plan cafre por la vitalidad de la sangre joven y despreocupada.
Mis amigos me manifestaban con risitas que me había hecho muy amigo de “El Gordo”. Meses después descubriría el significado de esas risitas y el constante hincapié en que “nos habíamos hecho muy amigos”.
Le llamábamos El Gordo, pero no había crueldad aparente en las palabras ni en las actitudes, hay que reconocer que para su estatura, si estaba gordito. Había la típica tomadura de pelo hacía la persona débil que aparece en los círculos de personas vinculadas y arropadas y que por el arrope de la masa y las gracias del líder todas las bromas van hacia la misma persona.
Aunque mi amigo dormía en otra habitación, era el primero que se ponía el pijama y se venía a la nuestra. Le iba el rollo. Siempre se estaban metiendo con él, pero lo aceptaba perfectamente y se reía a placer. Pensé que se estaba integrando en el grupo.
Lo más típico que se le hacía era echarlo en una cama y subirse todos encima de él pero con la inocencia que proporciona esa edad. Todo el mundo se divertía y aparentemente nadie salía humillado, al menos El Gordo que era mi preocupación, ya que a los otros los veía autosuficientes.
Pasaron los meses, todo era igual, mi amigo lo notaba más feliz aunque mis otros compañeros nunca contaran con él para nada. Una tarde, de cualquier mes, de cualquier día, me dijo:

- “Me gustaría hablar contigo algo muy privado, algo muy personal”.

Yo pensé que algo nuevo le había pasado en su vida y también pensé que le ayudaría a sobrellevarlo como hasta ahora. Me intrigó que me dijera: “Hablemos en la capilla”. No era una salida habitual pero lo entendí como una de sus rarezas y accedí.
En la inmensidad de la pequeña y vacía capilla nos sentamos en un banco central los dos solos, colegio Gran Capitán. Se fue directamente al grano:

- “Estoy enamorado”.

Agachó la cabeza como avergonzado, lo entendí después, silencio de incertidumbre.

- “¿La conozco yo?”.

Pregunta estúpida ya que ni él, ni yo, ni los dos solíamos salir del internado, pero era la pregunta que le pegaba a tal afirmación, tal vez la había conocido por carta, una novia de su pueblo.

- “No, no la conoces, pero sí lo conoces”.

Pareció que no quise entender la respuesta, me pareció que se refería a un chico, lo miré, me miró, un silencio, una duda: ¿sería yo?. Retrocedí instintivamente y apoyé mi espalda sobre el banco, le volví a mirar, tenía la mirada baja como esperando mi comprensión o mi reprobación.
Durante unos segundos no cruzamos palabra. Estaba procesando rápidamente esta novedosa situación para la cual no encontraba de momento el antídoto adecuado. Era mi amigo, y aunque lo del mariconeo y los maricones ni lo entendía ni quería entenderlo, en este caso era mi amigo y al menos debía de interesarme de los pormenores, sobre todo si al final me veía implicado.

- ¿De quién?.

Deseaba que no me nombrara. Analicé rápidamente la situación: Yo era su único amigo el resto eran conocidos. Parecía que antes de que respondiera, todas las ausencias de la capilla me miraban a mí. Por Dios, ¿qué he hecho yo para merecerme esto?. Si las cosas terminaban como se veía venir, todo cambiaba en esa amistad. No le iba a dar de lado, pero las cosas no iban a ser ya lo mismo, de todas formas, ya no eran lo mismo.
Deslicé la mano sobre mi frente, la desplazaba de un lado para otro, revisé en unos segundos todos los momentos que habíamos compartido para ver posibles indicios de algo, pero nada, no había habido ni la más mínima insinuación de nada. Me toqué la nariz, la barba, la oreja, parecía que me picaba todo el cuerpo, estaba inquieto y preocupado. Intentaba clasificar y aclarar mis ideas y después de un largo silencio le dije:

- “Dime de quién se trata”.

- “Estoy enamorado de Aguirre” -suspiró y bajó la mirada.

Suspiré con mucha profundidad, le sonreí con una seca y grave mueca y él se tranquilizó. Yo aún más. A partir de ese momento debía de transmitirle toda mi comprensión y de que la situación no era tan grave como parecía aunque yo, interiormente estaba escandalizado, en mi moralidad no entraba esta situación.
Me manifestó que sentía que me hubiese fallado como amigo. Le expliqué que no, que los sentimientos eran difíciles de reconducir u orientar, estas palabras me servían para mí también, nos estábamos convenciendo mutuamente con el mismo protocolo de frases, de frase hechas, porque yo no entendía nada ni estaba preparado para ello.
Le di unas palmaditas en la espalda y le dije:
- No pasa nada. Dejemos de momento el tema porque yo necesito asimilar la situación y tú lo que vas a hacer con tus sentimientos.

Aguirre era uno de los cinco amigos de mi habitación.
Como el asunto se me iba de las manos y en este tema no tenía nada de experiencia, opté por hablar con quién en aquellos tiempos se le llamaba “Director Espiritual”. Con la reserva pertinente, ya que era un internado de dominicos, alumnos todos becados, religiosidad tipo opus y el franquismo acechando a lo que ellos consideraban “vicios sociales”, le hablé de un caso anónimo pero próximo, tampoco me preguntó quién, en aquellos tiempos no le interesaba saberlo, era muy complicado todo. El cura me dio un mitin de medio comprensión y medio desaprobación. Yo tomé de sus palabras las que consideré útiles para salvar la situación y que mi amigo no se hundiera.
Empecé por controlar sus visitas a nuestra habitación. Él ya aparecía más cortado. Se sentía observado por mí. Las miradas que lanzaba a Aguirre eran a veces amorosas y otras lujuriosas. Cada día estaba más incómodo con esa situación. Las bromas habían dejado de ser físicas y pasaron a simples palabrerías. Si estaba en fase de recuperación o asimilación, el contacto físico que tan fácilmente se producía en la habitación y anecdóticamente siempre lo provocaba Aguirre, debía de evitarlo. Sutilmente conseguí apartar a mi amigo de aquella habitación.
De nada sirvió mi sutilidad, él sabía lo que yo pretendía, compartíamos un secreto y sabía que lo vigilaba constantemente.
Pasaron los días y mi amigo estaba cada vez más triste. Seguíamos paseando pero la conversación de la capilla estaba haciendo un muro entre los dos. Él lo sabía y yo también.
Empecé a sentir vergüenza de pasear con él. Ya lo observaba a lo lejos, cosa que no hice nunca y la verdad es que tenía una pinta de maricón de espanto. Empecé a verle ya gestos amanerados, gestos que siempre tuvo pero que nunca me llamaron la atención. Las cosas ya no eran como antes, aunque él seguía contando conmigo.
Un día me lo encontré por el pasillo. En su mano derecha llevaba el habitual transistor pegado a la oreja y su mano izquierda metida en el bolsillo del pantalón. Acostumbrado a verlo aletear con los dos brazos por cualquier sitio me llamó la atención su inmovilidad al andar, que junto a lo gordito que estaba, andaba como un robot.

- ¿Qué escondes en esa mano?.

Hundiendo más la mano en el bolsillo y retrocediendo unos pasos me dijo:

- “Nada”.

- Pues si no llevas nada, saca la mano del bolsillo. Nada, nada y nada.

Me fui para él, conseguí sacarle la mano.
Aunque opuso cierta resistencia, creo que él quería que yo descubriese su plan, iba a adoptar una actitud tan cobarde que necesitada de mi apoyo o desaprobación, o llamar mi atención, simplemente. Llevaba un frasco de pastillas.

- ¿Y esto?, -le dije, levantando las pastillas.

- “No puedo seguir así, Aguirre no me quiere y además me humilla”.

- Pero, ¿tú le has dicho algo?.

- Sí, el otro día en el comedor.

- ¿Y qué te dijo?.

- Nada, se reía, se reía, todavía se estará riendo. Mi vida ya no tiene sentido, él lo era todo para mí.

Pensé: “Estos maricones en un instante pasan de la utopía más sublime al más desesperado suicidio”. Ya me ocupaba demasiado tiempo esta dedicación, me había convertido en la niñera de un adolescente con un problema tan serio que ni yo sabía por donde atajar, ni podía recurrir a nadie por que en esos años estos sentimientos no estaban tolerados por la sociedad.
Le vi salir del despacho del director. El padre Vílchez lo acompañaba a la puerta con su mano apoyada en el hombro. Se pararon, ambos quedaron de frente, el cura, con sus dos manos apoyadas en los hombros de mi amigo, le hablaba y le sonreía, mi amigo le devolvía la sonrisa. Al verme, dejó al cura y se dirigió a mi encuentro. Le veía feliz. Me dijo:

- “Tenemos que hablar”.

Me eché a temblar, ¿qué me tenía reservado ahora?. ¿Se habría enrollado con el cura?. No sabía que pensar. Le dije:

- ¿Aquí o en la capilla?.

- En el patio.

Suspiré por un momento pero, la duda me aterrorizaba. ¿Qué sorpresa me estaba reservando?.
Me sentí muy feliz, él también lo estaba. Por decisión propia había tomado la resolución de abandonar el colegio. Si no hubiese sido por la fama que tenía ya de maricón le hubiese dado un abrazo. ¡Abandonaba el colegio!, y con ello también muchas cosas que lo atormentaban y que a mí me quitaban el sueño.
Se fue, me regaló su inseparable transistor. Le transmití mi disconformidad con que se fuera aunque en mi interior lo deseara. Y se fue.
Durante algunos años me acordé de él. ¿Dónde estaría?. ¿Cómo le iría?. ¿Viviría?. ¿Se habría vuelto a enamorar?. Lo fui olvidando poco a poco, pero aún en su ausencia me sentía responsable de él, ¿y si se había suicidado?. ¿Y si por no echarle una mano, algún amigo como yo, había hecho alguna barbaridad?. Intenté convencerme de que tanta responsabilidad yo no podía asumir y como una bruma fue desapareciendo de mi vida.
Años después, cuatro años, en un encuentro concertado, no sé cómo me localizó, me visitó. Con una radiante sonrisa me diría: “Mi vida ha cambiado mucho. Ahora pertenezco al “movimiento gay””. Yo lo miraría de arriba abajo y pensaría: “Pues sigues siendo igual de maricón que cuando te conocí”. Devolviéndole la misma sonrisa con que él me había agasajado. Cuatro años después sí pude darle un abrazo como amigo, me daba igual su condición, también yo había evolucionado algo por los madriles.
Quedé en esperarle en la estación de RENFE, tan solo quedaba a quinientos metros de la universidad.
Avisaron que el tren procedente de Barcelona se detendría en el único andén que había. Comenzó a bajar gente, miraba a todos los que podrían ser gorditos, pelo oscuro, liso y peinado con la raya al lado. No veía a nadie. De pronto, con una gran sonrisa en la cara se me abalanza y me abraza un individuo con aspecto pintoresco, más bien amariconado, y que evidentemente intuí que era mi amigo.
Cuando se separó le miré de arriba abajo y me quedé estupefacto. Había salido del armario consecuentemente y lo veía orgulloso y satisfecho de su condición. Tenía el pelo encaracolado, algo claro, la ropa muy floreada y holgada, pero lo que más llamaba la atención era un pañuelo color naranja que llevaba al cuello.
Permanecí en silencio, le observaba con ráfagas de miradas discretas e incrédulas, como con rubor. Me preguntó:

- ¿Cómo me encuentras?.

- Algo cambiado, - le dije-, estoy sorprendido, pero si te gusta ir así, me parece bien. Por cierto, ¿no te podrías quitar el pañuelo ese del cuello?.

- No, precisamente el pañuelo es lo que me identifica públicamente de que pertenezco al nuevo movimiento gay catalán.

Empezamos a andar y entre la entrecortada conversación que manteníamos y la preocupación de las miradas de la gente, observaba en su sombra el meneo tan exagerado que llevaba con su cuerpo, los manotazos que daba al aire y esa sonrisa tan perenne, que junto con el pañuelo éramos el centro de todas las miradas de la estación.
Mientras él me contaba un montón de cosas sin orden ni cronología, yo elucubraba: ¿Y qué hago yo ahora con él?. Me había anticipado que su visita era de solo un día, pero ¡qué largo se me iba a hacer!.
¿Le llevaba al centro de la ciudad o le llevaba a la universidad?. Tímidamente se lo pregunté pero no me solucionó nada: Donde tú quieras, ¡tengo tantas cosas que contarte!.
Al centro no deseaba llevarlo porque me conocía la gente y los “grises” nos podían dar un mal rato. A la universidad, decidí. Allí también me conocía todo el mundo pero por la edad que teníamos por entonces creía que serían más receptivos y comprensivos con mi amigo y conmigo, también hay que decirlo.
No fue exactamente así. Nada más cruzar el umbral del recinto, coincidiendo de que todo el mundo salía del comedor y nosotros sentados en un banco, en pleno paso de todos, tuve que aguantar muchas risitas, comentarios bajitos que yo entendía perfectamente, “donde lo has pescao”, “vaya modelito”, y todo en ese tono, con mucha guasa pero con cierta educación. Estábamos rodeados de cinco o seis conocidos. Ya me estaba cansando el show y adopté una postura radical y firme. Interiormente me revelé conmigo mismo y me dije: “Este fue mi amigo, e independiente de su condición y aspecto, es mi amigo todavía, así es y así lo admito”.
Me levanté enérgicamente, hasta con cierta brusquedad, y les dije:

- “Este es amigo mío desde que estudiábamos en Córdoba, ahora reside en Barcelona y ha venido a visitarme, os lo voy a presentar”.

Cambiaron las caras, la mía también, se hizo una presentación normal y cada mochuelo a su nido. Tan solo quedó con nosotros mi amigo Luis, mi compañero de habitación.
El corazón lo tenía a tope, estaba tenso, pero el paso que acababa de dar me daba fuerzas para continuar la tarde y reconocer de una vez que era mi amigo y eso era lo importante. Mi reputación creo que estaba salvada. En plan de imagen creo que me salvó mi trayectoria estudiantil en cuanto que me iban bien las cosas, llevaba algunos años de delegado de clase que aunque cargo sin importancia, sí quedaba patente un respeto hacia mi persona, y en cuanto a las tendencias sexuales eran los de la mayoría, tenía un grupo de amigas y una novia. Aseguro que no había duda.
Durante toda esta guerra mental que mantuve en cuanto a mi postura y quehacer, mi amigo me hablaba de un tal Fernando. La verdad es que no lo escuchaba, estaba absorto en mis disquisiciones y escrúpulos estúpidos y no le prestaba atención como en otros tiempos.
Al final, y para evitar más conflictos decidí que charláramos en mi habitación, pero antes, claro, le dije a mi amigo Luis:

- “Acompáñanos en la habitación que yo no sé por donde me puede salir éste”.

Y así fue. Subimos a la habitación, él estaba sentado junto a mí en mi cama y Luis tumbado en la suya. Allí sí que lo estuve escuchando. Luis se reía por lo bajo pero se mostró muy educado y buen compañero.
Se animó tanto con sus historias que en un momento se metió la mano en el bolsillo y se sacó dos porros. ¡Este hombre va a acabar conmigo, -pensé- me tiene una sorpresa detrás de otra!. Yo no había probado nunca eso, pero me puse a la altura de las circunstancias, entre los tres nos volteamos los dos porros.
Cuando dijo de aparecer el efecto del porro parece como que me despabilé o estaba en otro mundo. Recuerdo que mi amigo Luis se retorcía de risa en su cama. Yo miraba descaradamente a mi amigo, de arriba abajo y le decía: ¡Qué maricón eres!. Ya lo sé, no tienes porqué decírmelo -me contestaba. Continuaba con el rollo del Fernando. Lo volvía a mirar y le decía: ¡Vaya pinta maricón que tienes!. Luis seguía riéndose, nunca lo vi reír así, parecía que le iba a pasar algo. Yo creo que ya me estaba pasando pero no era capaz de controlar mis palabras, tampoco me enteraba muy bien de lo que le estaba diciendo ni de lo que me estaba contando, tan solo recuerdo las frases con las que él se defendía porque era como una acción externa que me sacaba de mi “rollo”, el resto de las frases me las contó Luis al día siguiente.
Entiendo que al final se fue, y no por nada, sino porque a la hora de cenar ya no estaba allí. Recuerdo que le llevé a la estación, pero no hacia donde se dirigió. Se fue, y casi final de la historia.
Ya nunca más supe de él. Me llegaron noticias de que por las infidelidades de Fernando, éste se contagió de sida y evidentemente se lo transmitió. Cuando mi amigo se dio cuenta de su situación y debido al motivo de porqué y no de qué se veía en ella, la infidelidad de su amor, de su gran amor, una noche de cualquier día, de cualquier año, con una sobredosis de pastillas se suicidó.

Nota del cuentista: Utilizo la palabra maricón porque era la que se usaba hace más de treinta años. Homosexual ya existía, desde el latín, y se utilizaba en cátedras o cuando se quería quitar hierro a una situación, para darle un carácter suave a una realidad social inminente.
Amparados en la fonética, maricón suena como trueno, bronca, relámpago, donde el retumbar de la cavidad bucal hace de tal pronunciación un realce de la palabra, en estos ejemplos, incertidumbre, poder, algo incontrolado.
Tras la evolución para esta tendencia sexual adoptaron la palabra “gay” (pronunciada “guei”), tanto una como otra creo que son anglicismos, pero coincidentemente, su pronunciación fonética cambia a un tono de suavidad como brisa, beso, sosiego, susurro. ¿Porqué?. ¿Tan solo coincidencia?. Como práctica hay que auto observarse al pronunciar la palabra maricón en voz alta o peor aún, en forma de grito: Nótense los gestos agresivos de la misma boca, todo el tiempo permanece abierta con muchos aspavientos. Ahora pronúnciese la palabra “gay”, es un sonido leve, suave, sin apenas inmutarse los labios. Esta palabra ya no está cargada de agresividad, la fonética es cómplice inicial de todas estas denominaciones aunque las genere el inconsciente o la sociedad. Apreciaciones y enseñanzas del Padre Gago.
A lo que no encuentro sentido fonético ni semántico es a la frase: “Es de la acera de enfrente”. Alguien sabrá el origen de esta frase, yo no, pero parece indicar la desubicación de este colectivo en otros tiempos, porque estén donde estén, se encuentre donde se encuentren, siempre habrá una acera enfrente, que dicen que es la suya pero que nunca se tiene acceso a ella, la lingüística también es cruel. ¿A que sí Padre Gago?

Manuel Porcel 70-75.

3 comentarios:

Alberto Gutiérrez dijo...

interesante Hisotria, pero la verdad, el final, aunque pueda ser cierto, la verdad que me ha dado pena !

trevelez dijo...

Muy buen relato.
Me ha gustado su desarrollo y la pulcritud del idioma, algo tan en desuso hoy en día.

SusanaDP dijo...

Me
A encantado !!! ����