domingo, 20 de julio de 2008

MIL TRESCIENTOS DIAS JUNTO A MI MADRE

Sabía que pasaba algo. A esa hora en concreto. En breves momentos lo comprobaría.

Entre lo rosado y turbio de mi cerrado ambiente, sabía que pasaba algo como preludio de lo que acontecería a continuación y como era ya habitual todos los días. Ese olor a puchero, gachas, aceite tostado, a leña, junto con el retumbar de las cuatro campanadas de la torre de la iglesia marcando la sobremesa, las cuatro de la tarde. Las cuatro campanadas marcaban el punto álgido de toda la actividad mañanera de mi madre, mi padre iba a llegar del trabajo.

Lo dejaba todo para final, por eso se agobiaba. Acababa de cumplir los veintidós años, recién casada y muy ligada a su madre, mi abuela.


Notaba un notable jadeo mas que de cansancio, de preocupación, sentía gran fluir de sangre por mi pequeño cuerpo señal inequívoca de que las pulsaciones de mi madre iban en aumento por segundos.

No lo entendía, había estado toda la mañana relajada hablando con mi abuela. Hablaban de mí con mucha pasión y esperanza, lo notaba en las pulsaciones de mi madre, las mismas que cuando mi abuela hablaba mal de mi padre. Mi madre sentía rabia, su madre le hablaba mal de su marido, no estaba conforme pero la autoridad matriarcal de la abuela era muy poderosa.

Nunca coincidían mi abuela y mi padre en casa, pero daba igual, cuando se iba había dejado un reguero de opiniones y posturas que saturaba el ambiente, un repiqueteo constante de malas conductas hacia mi padre que evidentemente él lo notaba cuando llegaba, y yo también.

Al principio era como un reloj, llegaba a la misma hora. Oía los sonidos limpios de colgar la lámpara de carburo y el casco de baquelita en la pared. Presentía que estaba triste, agobiado, preocupado, pero mi madre en esos momentos no estaba precisamente en disposición de consolarlo. No había hecho sus deberes, como todos los días, escudaba la eterna presencia de mi abuela con el malestar de su embarazo. Yo no podía hablar, tan solo le manifestaba mi disconformidad con un par de pataditas que ella apreciaba con complicidad, pero ella no tenía problemas conmigo, no era un chivato, tan solo un confidente con presencia, sin voz ni voto. Me molestaba que me culpara de todo ya que yo estaba quietecito toda la mañana, tan solo la molestaba cuando el reloj daba las tres, ¡deseaba que se fuera mi abuela!, me preocupaba escuchar a mi padre con la historia de todos los días. Esas pataditas y algunos codazos hacían reaccionar a mi madre y con cierta preocupación empujaba a la abuela hacia la calle. Regresaba corriendo desde la puerta, después de un largo resoplido, entraba en la cocina. En la chimenea quedaban cuatro ascuas, el fuego se había aburrido con los chismes de mi abuela y estaba casi apagado, tuvo que reavivarlo con destreza, movió cada uno de los cuatro cántaros para comprobar que tan solo a uno le quedaba algo de agua, para empezar a hacer la comida y calentar alguna para que mi padre se lavase cuando llegara, otro suspiro, y yo otra patadita.

Era feliz. Le habían inculcado de pequeña que su labor en la vida sería la de buena esposa y exquisita madre, de momento ambas cosas las ponía mi padre en duda, él si veía el cordón que aún unía a las dos mujeres.

Yo quería empezar a opinar ya, me lo propuse, y un diecinueve de enero abrí los ojos a la vida y al mundo. Los sonidos cambiaron, vi la cara de mi padre y de mi madre, para él lo mejor de su vida, para ella su más y mejor logro, su primer hijo.

Aquella noche, horas antes de mi presentación en sociedad, me acostumbré a escuchar otra voz gangosa y cada vez más ininteligible que no me era familiar. Notaba sus manos recorrer el vientre de mi madre, y aún dentro de mi habitáculo, me provocaba un escalofrío por la espina dorsal que era una prolongación del de mi madre, estaban muy frías. Estaba desesperado, quería nacer ya, y tenía tantas ganas de vivir que quise facilitar el parto y todo transcurrió según lo previsto.


Esa noche sentí abrir y cerrar muchas veces la puerta, el reloj daba las horas aburridamente lentas con un tono apagado, como cuando el pueblo estaba nevado, estaba nevando. Las mismas campanadas ponían nerviosa a mi madre, el tiempo pasaba, y lo que en otros momentos ella hubiese querido detener, aquí lo quería acelerar. Estaba ya muy cansada de compartir tanto conmigo.

Durante el día estuve escuchando un toque de campanas con cierta cadencia y monotonía, los años me enseñarían que eran toques de duelo, funeral: Mi vecino había muerto.

En mi paso por el limbo me crucé con él, un personaje del que en los últimos días hablaban mucho mis padres, se trataba de Miguelele, un gitano antiguo, un patriarca, vecino colindante y que me llamó la atención de que no llevaba equipaje, yo sí traía un pan debajo del brazo.

Me dijo: “Date prisa y aporta algo de paz y sosiego en el barrio”. Le dije: “¿Y tú porqué los has abandonado?”. “Precisamente para darles paz y tranquilidad con mi ausencia” –me contestó.

El ruido de la puerta marcaba las idas y venidas de mi padre, mis tías, la familia en general, que alternaban entre el duelo y el nacimiento, de momento mi aparición no modificaba la demografía del pueblo.

Mi tía, con la cara blanca y desencajada decía que ya no iba más al duelo, que tenía el difunto muy mala cara. Mi padre se reía y se lo explicaba a mi madre: Llovía, el tejado era de pizarra bituminosa, le llamaban “launa”, el techo estaba pintado de ocre rojo y las goteras hicieron el resto. Goteaba agua enrojecida, el ataúd, hecho de listones de madera y con demasiados clavos, ya no se podía cambiar más de lugar porque eran demasiadas las goteras y muchos los dolientes. Dos escuálidos galgos de un blanco sucio que no se separaban de su amo, les salían manchas rojas por lomo y panza cual dálmata sonrojado, no habían comido pero estaban calientitos, en la calle estaban peor.

Presionaba pero nadie me hacía caso. Mi madre era primeriza se estaba haciendo una adulta. La noche fue tan larga que el practicante y mi padre estaban hartos de licor, que junto al calor de la chimenea se les podía considerar fuera de juego. Llamaron a la matrona, Elena, una señora que estudió sobre las camas de parturientas, incluso durmiendo con ellas en los últimos momentos de espera, fueron las primeras manos cálidas que me acariciaron y celebraron mi llegada. Los primeros olores que me impresionaron fueron los de humo de hogar y alcohol de mis dos vigilantes. La matrona regañó al practicante por su indisposición profesional, sin embargo comprendió y felicitó a mi padre entendiendo que llevaba horas celebrando mi llegada.

Como llegué con buenas nuevas, las cosas cambiaron en el hogar, mi madre seguía actuando de la misma forma, pero ya tenía un escudo frente a mi padre, el niño, su hijo.

Pasó de ser un matrimonio a ser una familia, lo entendió mi madre y por consiguiente, mi abuela. Mi padre siguió con su meta de alejarse de las influencias de mi abuela y decidió comprar un solar donde edificar una casa nueva. Oí a mi abuela decir muchas veces que ella venía a nuestra casa todas las veces que quisiera porque la casa era suya. Era verdad, todos lo sabíamos, pero el que más lo sabía y dolía era a mi padre. Bajo el estímulo de su primer hijo y la mejora en las relaciones con mi madre le estimularon a iniciar y conseguir esa meta.

Compra, y coincide el inicio de la construcción de la nueva casa con un nuevo embarazo de mi madre. Aparentemente todo funcionaba bien. Yo ya no me enteraba de muchas cosas porque no estaba presente en todos momentos, seguía estando en medio de los dos sicológicamente, pero no físicamente como en otros tiempos.


Disfruté mucho de la obra. Todas mis tías me dedicaban mucho tiempo, me entretenían, jugaban conmigo, me manoseaban, me castigaban lavándome en una palangana, cosa a la que me resistía, mi ambiente era muy variado.

La autoconstrucción hizo trabajar mucho a mi madre. Con una barriga descomunal arrimaba agua en cantaros, piedras y barro, su ilusión estaba por encima de sus condicionantes físicos, era una gran colaboradora.

Aunque mi hermana ya estaba integrada en los cimientos de la casa, tuvo el privilegio de nacer en ella, en mayo, el mes de las flores.

No recuerdo nada del parto, tan solo recuerdo que un día me la encontré allí, rodeada de todos los que me querían y que por culpa de ella notaba que ya no me querían tanto. El punto de atención era mi hermana. No lo entendía, yo andaba, ella no, yo hablaba y ella lloraba, me había quitado la cuna, ¡con lo que a mí me gustaba balancearme cogido de la barandilla!, además nació defectuosa, ella no tenía pito, yo me di cuenta pero los demás no, le pusieron un lazo rosa en la cabeza, pero ¡ si no tenía pelo!, también la vistieron de rosa aunque no importa, sé que yo estaba más guapo vestido de celeste.

Una vez solventados los problemas afectivos y relacionales entre mis padres, nos suceden los problemas económicos: Casa nueva, dos hijos y un sueldo mísero de minero explotado.

Empieza el pluriempleo y los escaqueos de mi padre. Empieza a ganar más dinero a cambio de trabajar más de la cuenta, está todo el día por ahí, y para colmo ya no tiene prisa por volver a casa, llega tarde y mal avenido, su silencio y su mutismo hacen de él una vida independiente dentro del hogar. No se mete con nosotros, pero jamás podemos contar con él.

Mi abuela ya no venía a casa por motivos obvios, pero mi madre se preocupaba de llevarnos casi todos los días a casa de la abuela. Estaba muy lejos, mi madre llevaba a mi hermana en brazos y yo, andando, cogido de la mano, pero iba demasiado deprisa, más a la vuelta que a la ida. Mi padre preguntaba por las actividades de nuestro tiempo libre, las repuestas eran siempre lo mismo de mentirosas, pero piadosas. Había complicidad entre mi madre y yo, y como yo ya hablaba, le decía lo que previamente mi madre me había aleccionado, pero mi padre no era tonto.

Las disputas eran habituales, mi madre era muy cabezona e independiente, aunque dudo de su razón. Sabía lo que le molestaba a mi padre y yo me sigo preguntando, ¿porqué lo hacía?.

Se dedicaba mucho a mi hermana, yo ya era mayor. Yo también cuidaba de ella, jugábamos mucho. Para mi madre, ella era “su muñeca”, le decía: “¡Ay mi muñeca!”, y yo remedaba: “¡Ay mi meca!”, con tal profundidad y convicción que el nombre de mi hermana rompió por Meca y finalmente Meki.

Pero como nada en la vida puede ser perfecto, mi madre enfermó, solo fueron unos días, unos días claves y trágicos sobretodo para mi padre, para mi abuela y para nosotros, sus hijos, aunque lo entendimos con varios años de retraso, nos dimos cuenta de lo que habíamos perdido.

La recuerdo en la cama, una cama niquelada preciosa, ella en el centro y nosotros dos revoleteando cerca de ella. Una tía mía nos vigilaba con constantes entradas y salidas.

Una mañana de noviembre, un pueblo con climatología continental, fría y desapacible, entraba un rayo de sol por la ventana que daba directamente sobre mi madre, tendida a un lado de la cama. Esa luz momentánea mostraba su hermosura por encima de su palidez, se la veía radiante aparentemente porque creo que se estaba preparando para su gran partida, para su largo viaje y no estaba preparada.


Llamó a mi hermana. Con los pies de puntillas se acercó a la cama y agarrada con sus pequeñas manitas a la colcha conseguía casi ver a mi madre. Le puso la mano en la cabeza, la miraba con lágrimas en los ojos, giraba la cabeza y me miraba a mí. Con una dolorosa sonrisa en sus labios miró a la pequeña: “Muñeca, ven que te voy a dar mi último beso”. Yo creo que oí eso porque lo tengo grabado en mi memoria. Mi madre se incorporó, la besó y la abrazó. Yo empecé a llorar y no recuerdo como se despidió de mí, pero es la última imagen que conservo de ella viva.

Mantenía la mano sobre la cabeza de mi hermana, los tres permanecíamos en silencio pero llorando, a mi hermana se le juntaba el sonrojo de sus mejillas cuarteadas por el frío otoñal, la mezcla de mocos y lágrimas junto a los cortitos suspiros que daba, me encogían el alma. Yo permanecía agarrado a los barrotes de los pies de la cama con la cabeza entre dos de ellos y miraba alternativamente a mis dos mujeres, lo que mis lágrimas me permitían ver, acompañado de los cortos gemidos que podía emitir tras el nudo que presionaba mi garganta.

Se hizo la oscuridad. Impulsivamente miré hacia la ventana. Un gran nubarrón se interpuso entre la luz y la agonía. Ya no habría más luz, mas claridad, durante el resto del día ni durante muchos años.

Mi hermana, con la cabeza apoyada en la cama, intentaba llevarse la mano de mi madre hacia su cabeza, quería volver a sentir su calor y protección, pero no podía, pesaba demasiado para ella y mi madre ya no podía colaborar, había muerto.

Abracé a mi hermana, los dos permanecimos quietos, asustados, huérfanos, desolados, perdidos, angustiados. Le puse mi mano sobre su pequeña cabeza y se tranquilizó. Suspiraba con profundidad y entrecortadamente, parecía que había entendido el momento, no fue así, jamás lo entendimos, ¿porqué nos tocó a nosotros?, ¿qué habíamos hecho de malo en nuestra corta existencia para merecernos esto?. ¡ Veintiséis años no es edad para morir!.


Murió de embolia cerebral, sin sobresaltos, con el sosiego de una muerte anunciada. Me di cuenta de lo que pasaba cuando empezó a aparecer gente, mucha gente. Mi abuela gritaba y gemía, mis tías lloraban en la calle, mi padre permanecía junto a la cama, los vecinos se ofrecían para todo. Muy extraño.

Nos llevaron a casa de mi otra abuela. Alguien, con cierta ternura e imprudencia quiso que nos despidiéramos de ella. Nos llevaron a la casa de nuevo. Había un ataúd encima de una mesa camilla, la habitación rodeada de sillas con mucha gente vestida de oscuro, unas cuantas velas tristemente encendidas, la cama no estaba. Pregunté, ¿dónde esta mi madre?. Me asomaron a la caja, me impresionó mucho, aunque en su cara solo se manifestaba el reflejo de la dulzura y el amor con que nos quiso hasta el final, pero esta quietud, en contraposición de ese genio con el que nos trataba, ese amor que nos unía y ¡lo importantes que éramos en su vida!, eso, eso fue una escena que conservaría toda mi vida.

Me aferré con fuerza al borde de la caja, aun estando alzado en los brazos de alguien, quería seguir con ella. Grité con energía: “Sacad a mi madre de la cajeta”. Nadie hizo nada. Recorriendo con una mirada a todos los presentes, pidiendo ayuda, observé que todos lloraban como si alguien los estuviera orquestando. Yo dirigía la orquesta, nadie me ayudaba. El desgarro interior que sentí no es descriptible, era inmenso, incomprensible, profundamente doloroso.

A partir de aquél día, jamás volví a ver a mi madre, aunque siempre, por los siglos de los siglos la llevaré por dentro.

Yo tenía por entonces dos años y medio y aunque dudan de mi recuerdo, existe, lo conservo y venero.


La palabra “mamá” para mí no existe en mi vocabulario, aunque me alegro por los demás que si la tuvieron. Cuando iba a casa de algún amigo y decía a su madre: “Mamá, ponnos la merienda”. Esa palabra me quemaba en mi interior: Yo no tenía a quién decírsela.

Manuel Porcel.

1 comentario:

Roberto Balboa dijo...

Me ha encantado, aunque la historia sea triste. Las madres no deberían irse nunca, y mucho menos a tan temprana edad.
Descanse en paz.