martes, 5 de agosto de 2008

El Reloj o el vino

Llegamos a un restaurante de montaña, nos sentamos.

Hacemos un recorrido visual del entorno, hacemos algunas fotos de la decoración y el ambiente y la verdad es que era algo exquisito.

Miré el reloj de pared que colgaba de una de las paredes de la cueva pero no me llamó la atención porque la hora que marcaba, sin entrar en más detalles y tan solo por la posición de las agujas eran las dos menos diez del mediodía, la posición típica de un reloj en venta o que está parado, la imagen del marketing, además era más o menos esa hora, las dos y diez exactamente.

Empezamos a comer y para ver el reloj tenía que girar algo la cabeza.

Lo miraba insistente porque me llamaba poderosamente la atención.

Hablaba con mi contertulia pero la vista se me iba para el reloj.

Empecé a distinguir ya la aguja pequeña y la grande, algo no me cuadraba.

Aún no me había fijado en los números.

Seguí con mis copas de vino y el reloj cada vez me provocaba más.

Por mi educación técnica, las agujas estaban adoptando posturas grotescas, no coincidían con los moldes mentales que yo tenía.

A tal punto llegó mi intriga que le pregunté a mi acompañante:

¿Qué coño le pasa a ese reloj que me está aburriendo la comida?.

Con gesto tranquilo y como si lo viera normal me dice:

“Va al revés, simplemente”.

Lo daba como asumido pero yo era la primera vez que veía algo así.

Comprobé los detalles constructivos y el lento paso de cinco minutos para comprobar que era verdad, el camarero lo confirmó:

“Los noruegos, que tienen mucho tiempo libre, lo construyeron y nos lo regalaron”.

Por una vez me di cuenta de que no solo los ingleses hacen las cosas al contrario de las corrientes universales, un noruego también había dado la nota y de paso se había quedado conmigo.

Ya no vale la instrucción de: “Se gira en el sentido de las agujas del reloj”, ¿de qué reloj?.

Feliz Verano.


Manuel Porcel

miércoles, 30 de julio de 2008

Novatadas, ¿tradición o crueldad?.

Aquella noche me asusté, los dos soldados que tenía delante estaban aún mucho más asustados que yo, digamos que acojonados. Yo medio dormido, pero el sonido de un cric-crac en el silencio de la madrugada me hizo despertar y entender la situación.

Llegamos un día de hace muchos años al cuartel de destino después de unos meses de campamento, era el cuartel donde pasaríamos el resto del servicio militar.

Ya en el campamento empezaron las novatadas, las crueldades de masa para risa de unos pocos y desesperación de muchos otros. Aquí fue leve ya que al ser tantos, la probabilidad de que la emprendieran contigo era relativamente baja.

Aquí tan solo me recortaron el bigote, en la oscuridad, tan malamente que en unos días estaba todo emparejado.

No recuerdo si nos recogieron en el puerto o en aeropuerto, lo que si recuerdo es que nos cargaron a todos los reclutas en un camión militar y no conducían al cuartel. En el trayecto había un badén tipo Pinos de Alhaurin, los reclutas no sabíamos nada, los veteranos aceleraron el camión y a la salida del badén no había ni un recluta sentado, todos esturreados por el piso y con cara de asustados y perdidos.

La llegada al cuartel fue como cuando hace años llegaba un circo al pueblo. Todo observación, prepotencia, comentarios que no entiendes y promesas de actividades en un “futuro inmediato”

El reemplazo mío tenía una curiosa particularidad: La mayoría estábamos relacionados con el estudio, éramos los que habíamos pedido prorroga a la incorporación por razón de estudios.

Las novatadas que sufríamos eran preferentemente por la noche. Los veteranos aprovechaban de nuestro desconcierto para hacer novatadas humillantes con la complicidad de otros niveles que entendían que era una tradición.

Cosas que vi:

Metían al recluta en un pequeño armario (taquilla) lo encerraban y cada vez que le echaban una moneda por la rendija tenía que cantar, como si fuese una máquina de esas automáticas.

Un recluta encima de una taquilla haciendo de gato, otro agachado delante haciendo de perro. Uno ladraba y el otro maullaba. Con veinte años.

Muchas noches aparecía un alférez y a las tres de la mañana nos levantaba a todos y nos hacía desfilar por el pasillo de las formas más grotescas, no es descriptible. Después descubrí que no era tal alférez, los galones se los regaló uno de complemento que se había licenciado, pero ¿quién iba a suponer que era una suplantación?.

Había dos veteranos de Jaén, ambos eran los peluqueros. La habían tomado, entre otros, conmigo. Aparecían a media noche, te levantaban y te pedían que estando firme les “dieras novedades”. Había que contarles cualquier rollo, que ni escuchaban, a veces se iban y se les olvidaba que aún estabas firme y si decidías acostarte parece que te veían: “¿Te hemos mandado descanso?”. Otra vez a empezar.

Una noche sí lloré. Lloré de impotencia, con desgarro, me mantenía firme físicamente, pero moralmente me estaba viniendo abajo. No podía comprender a qué venía todo aquello. Venía de un internado, con sus detallitos, pero esa crueldad no la entendía, y desgraciado al que vieran excesivamente débil porque él iba a ser el objetivo de todas las putadas.

Pronto terminaría todo aquello, al menos para mi. Una noche me tocó “retén”, es como dice la palabra, un retén de una veintena de soldados que deben estar preparados para cualquier evento imprevisto. Te podían llamar en cualquier momento. Eran veinticuatro horas en que debías estar localizable, disponible y armado. A mí, por estar en comunicaciones, mi arma era un subfusil, lo que vulgarmente se llama una metralleta.

Llega la noche. Ante la incertidumbre del régimen militar decido acostarme vestido, incluso con las botas y el subfusil. Hicieron un simulacro a las tres de la mañana, llegué de los primeros porque estaba realmente listo. A las cuatro nos dejar ir a dormir. A las cinco de la madrugada, recién cogidito el sueño aparecen los dos peluqueros: “Rata, firme y danos novedades”.

Soñoliento les miré y me di la vuelta. Le dieron una patada a la cama. Lentamente eché la ropa de la cama hacia atrás. No esperaban que estuviese vestido, que me levantara pausadamente, no esperaban que con el subfusil en la cintura, con el ánimo por los suelos, con el cansancio acumulado, accioné una palanquita pequeña que ellos sabían lo que significaba, y en el silencio de la noche se oyó un metálico cric-crac. Aún en la oscuridad creo que palidecieron, había una bala en la recámara y otras diecinueve en el cargador. “Conmigo la noche ya ha terminado, por hoy y por siempre, jamás os acerquéis a mi cama”.

Aquella noche fue la segunda vez que lloré. Estaba desesperado y aún me quedaba mucha mili por delante.

Han pasado muchos años y siempre tendré la duda: ¿Qué hubiese pasado aquella noche si ellos me llegan a presionar aún más?. Las armas las carga el diablo (y las dispara un ignorante), en un momento de tensión con apretar el dedo….., no quiero ni pensarlo.

A partir de aquella noche no hubo más novatadas para mí.

Yo pensaba, ¿esto es la mili?. ¿Un año entero soportando esto?. No salía de mi asombro.

Cuando llegaron “nuestros” reclutas, a los que tradicionalmente debíamos de putear, tuve el empeño y el apoyo de unos cuantos más universitarios y no hubo novatadas generalizadas, algún caso aislado, novatadas colaterales. Acordamos demostrar a los siguientes reemplazos que se puede pasar bien con los reclutas, incluso manifestándoles que “la antigüedad es un grado” y que el hecho de aparecer ellos era el mejor síntoma de que nuestra salida se acercaba. Aquél reemplazo nuestro fue el “mas aburrido” en cuanto al trato al recluta.

Las novatadas, en la mili, pudiera ser un tema de cultura o de frustración, pero, ¿y en la universidad?. No lo entendí, ni lo entiendo.

Manuel Porcel

domingo, 20 de julio de 2008

MIL TRESCIENTOS DIAS JUNTO A MI MADRE

Sabía que pasaba algo. A esa hora en concreto. En breves momentos lo comprobaría.

Entre lo rosado y turbio de mi cerrado ambiente, sabía que pasaba algo como preludio de lo que acontecería a continuación y como era ya habitual todos los días. Ese olor a puchero, gachas, aceite tostado, a leña, junto con el retumbar de las cuatro campanadas de la torre de la iglesia marcando la sobremesa, las cuatro de la tarde. Las cuatro campanadas marcaban el punto álgido de toda la actividad mañanera de mi madre, mi padre iba a llegar del trabajo.

Lo dejaba todo para final, por eso se agobiaba. Acababa de cumplir los veintidós años, recién casada y muy ligada a su madre, mi abuela.


Notaba un notable jadeo mas que de cansancio, de preocupación, sentía gran fluir de sangre por mi pequeño cuerpo señal inequívoca de que las pulsaciones de mi madre iban en aumento por segundos.

No lo entendía, había estado toda la mañana relajada hablando con mi abuela. Hablaban de mí con mucha pasión y esperanza, lo notaba en las pulsaciones de mi madre, las mismas que cuando mi abuela hablaba mal de mi padre. Mi madre sentía rabia, su madre le hablaba mal de su marido, no estaba conforme pero la autoridad matriarcal de la abuela era muy poderosa.

Nunca coincidían mi abuela y mi padre en casa, pero daba igual, cuando se iba había dejado un reguero de opiniones y posturas que saturaba el ambiente, un repiqueteo constante de malas conductas hacia mi padre que evidentemente él lo notaba cuando llegaba, y yo también.

Al principio era como un reloj, llegaba a la misma hora. Oía los sonidos limpios de colgar la lámpara de carburo y el casco de baquelita en la pared. Presentía que estaba triste, agobiado, preocupado, pero mi madre en esos momentos no estaba precisamente en disposición de consolarlo. No había hecho sus deberes, como todos los días, escudaba la eterna presencia de mi abuela con el malestar de su embarazo. Yo no podía hablar, tan solo le manifestaba mi disconformidad con un par de pataditas que ella apreciaba con complicidad, pero ella no tenía problemas conmigo, no era un chivato, tan solo un confidente con presencia, sin voz ni voto. Me molestaba que me culpara de todo ya que yo estaba quietecito toda la mañana, tan solo la molestaba cuando el reloj daba las tres, ¡deseaba que se fuera mi abuela!, me preocupaba escuchar a mi padre con la historia de todos los días. Esas pataditas y algunos codazos hacían reaccionar a mi madre y con cierta preocupación empujaba a la abuela hacia la calle. Regresaba corriendo desde la puerta, después de un largo resoplido, entraba en la cocina. En la chimenea quedaban cuatro ascuas, el fuego se había aburrido con los chismes de mi abuela y estaba casi apagado, tuvo que reavivarlo con destreza, movió cada uno de los cuatro cántaros para comprobar que tan solo a uno le quedaba algo de agua, para empezar a hacer la comida y calentar alguna para que mi padre se lavase cuando llegara, otro suspiro, y yo otra patadita.

Era feliz. Le habían inculcado de pequeña que su labor en la vida sería la de buena esposa y exquisita madre, de momento ambas cosas las ponía mi padre en duda, él si veía el cordón que aún unía a las dos mujeres.

Yo quería empezar a opinar ya, me lo propuse, y un diecinueve de enero abrí los ojos a la vida y al mundo. Los sonidos cambiaron, vi la cara de mi padre y de mi madre, para él lo mejor de su vida, para ella su más y mejor logro, su primer hijo.

Aquella noche, horas antes de mi presentación en sociedad, me acostumbré a escuchar otra voz gangosa y cada vez más ininteligible que no me era familiar. Notaba sus manos recorrer el vientre de mi madre, y aún dentro de mi habitáculo, me provocaba un escalofrío por la espina dorsal que era una prolongación del de mi madre, estaban muy frías. Estaba desesperado, quería nacer ya, y tenía tantas ganas de vivir que quise facilitar el parto y todo transcurrió según lo previsto.


Esa noche sentí abrir y cerrar muchas veces la puerta, el reloj daba las horas aburridamente lentas con un tono apagado, como cuando el pueblo estaba nevado, estaba nevando. Las mismas campanadas ponían nerviosa a mi madre, el tiempo pasaba, y lo que en otros momentos ella hubiese querido detener, aquí lo quería acelerar. Estaba ya muy cansada de compartir tanto conmigo.

Durante el día estuve escuchando un toque de campanas con cierta cadencia y monotonía, los años me enseñarían que eran toques de duelo, funeral: Mi vecino había muerto.

En mi paso por el limbo me crucé con él, un personaje del que en los últimos días hablaban mucho mis padres, se trataba de Miguelele, un gitano antiguo, un patriarca, vecino colindante y que me llamó la atención de que no llevaba equipaje, yo sí traía un pan debajo del brazo.

Me dijo: “Date prisa y aporta algo de paz y sosiego en el barrio”. Le dije: “¿Y tú porqué los has abandonado?”. “Precisamente para darles paz y tranquilidad con mi ausencia” –me contestó.

El ruido de la puerta marcaba las idas y venidas de mi padre, mis tías, la familia en general, que alternaban entre el duelo y el nacimiento, de momento mi aparición no modificaba la demografía del pueblo.

Mi tía, con la cara blanca y desencajada decía que ya no iba más al duelo, que tenía el difunto muy mala cara. Mi padre se reía y se lo explicaba a mi madre: Llovía, el tejado era de pizarra bituminosa, le llamaban “launa”, el techo estaba pintado de ocre rojo y las goteras hicieron el resto. Goteaba agua enrojecida, el ataúd, hecho de listones de madera y con demasiados clavos, ya no se podía cambiar más de lugar porque eran demasiadas las goteras y muchos los dolientes. Dos escuálidos galgos de un blanco sucio que no se separaban de su amo, les salían manchas rojas por lomo y panza cual dálmata sonrojado, no habían comido pero estaban calientitos, en la calle estaban peor.

Presionaba pero nadie me hacía caso. Mi madre era primeriza se estaba haciendo una adulta. La noche fue tan larga que el practicante y mi padre estaban hartos de licor, que junto al calor de la chimenea se les podía considerar fuera de juego. Llamaron a la matrona, Elena, una señora que estudió sobre las camas de parturientas, incluso durmiendo con ellas en los últimos momentos de espera, fueron las primeras manos cálidas que me acariciaron y celebraron mi llegada. Los primeros olores que me impresionaron fueron los de humo de hogar y alcohol de mis dos vigilantes. La matrona regañó al practicante por su indisposición profesional, sin embargo comprendió y felicitó a mi padre entendiendo que llevaba horas celebrando mi llegada.

Como llegué con buenas nuevas, las cosas cambiaron en el hogar, mi madre seguía actuando de la misma forma, pero ya tenía un escudo frente a mi padre, el niño, su hijo.

Pasó de ser un matrimonio a ser una familia, lo entendió mi madre y por consiguiente, mi abuela. Mi padre siguió con su meta de alejarse de las influencias de mi abuela y decidió comprar un solar donde edificar una casa nueva. Oí a mi abuela decir muchas veces que ella venía a nuestra casa todas las veces que quisiera porque la casa era suya. Era verdad, todos lo sabíamos, pero el que más lo sabía y dolía era a mi padre. Bajo el estímulo de su primer hijo y la mejora en las relaciones con mi madre le estimularon a iniciar y conseguir esa meta.

Compra, y coincide el inicio de la construcción de la nueva casa con un nuevo embarazo de mi madre. Aparentemente todo funcionaba bien. Yo ya no me enteraba de muchas cosas porque no estaba presente en todos momentos, seguía estando en medio de los dos sicológicamente, pero no físicamente como en otros tiempos.


Disfruté mucho de la obra. Todas mis tías me dedicaban mucho tiempo, me entretenían, jugaban conmigo, me manoseaban, me castigaban lavándome en una palangana, cosa a la que me resistía, mi ambiente era muy variado.

La autoconstrucción hizo trabajar mucho a mi madre. Con una barriga descomunal arrimaba agua en cantaros, piedras y barro, su ilusión estaba por encima de sus condicionantes físicos, era una gran colaboradora.

Aunque mi hermana ya estaba integrada en los cimientos de la casa, tuvo el privilegio de nacer en ella, en mayo, el mes de las flores.

No recuerdo nada del parto, tan solo recuerdo que un día me la encontré allí, rodeada de todos los que me querían y que por culpa de ella notaba que ya no me querían tanto. El punto de atención era mi hermana. No lo entendía, yo andaba, ella no, yo hablaba y ella lloraba, me había quitado la cuna, ¡con lo que a mí me gustaba balancearme cogido de la barandilla!, además nació defectuosa, ella no tenía pito, yo me di cuenta pero los demás no, le pusieron un lazo rosa en la cabeza, pero ¡ si no tenía pelo!, también la vistieron de rosa aunque no importa, sé que yo estaba más guapo vestido de celeste.

Una vez solventados los problemas afectivos y relacionales entre mis padres, nos suceden los problemas económicos: Casa nueva, dos hijos y un sueldo mísero de minero explotado.

Empieza el pluriempleo y los escaqueos de mi padre. Empieza a ganar más dinero a cambio de trabajar más de la cuenta, está todo el día por ahí, y para colmo ya no tiene prisa por volver a casa, llega tarde y mal avenido, su silencio y su mutismo hacen de él una vida independiente dentro del hogar. No se mete con nosotros, pero jamás podemos contar con él.

Mi abuela ya no venía a casa por motivos obvios, pero mi madre se preocupaba de llevarnos casi todos los días a casa de la abuela. Estaba muy lejos, mi madre llevaba a mi hermana en brazos y yo, andando, cogido de la mano, pero iba demasiado deprisa, más a la vuelta que a la ida. Mi padre preguntaba por las actividades de nuestro tiempo libre, las repuestas eran siempre lo mismo de mentirosas, pero piadosas. Había complicidad entre mi madre y yo, y como yo ya hablaba, le decía lo que previamente mi madre me había aleccionado, pero mi padre no era tonto.

Las disputas eran habituales, mi madre era muy cabezona e independiente, aunque dudo de su razón. Sabía lo que le molestaba a mi padre y yo me sigo preguntando, ¿porqué lo hacía?.

Se dedicaba mucho a mi hermana, yo ya era mayor. Yo también cuidaba de ella, jugábamos mucho. Para mi madre, ella era “su muñeca”, le decía: “¡Ay mi muñeca!”, y yo remedaba: “¡Ay mi meca!”, con tal profundidad y convicción que el nombre de mi hermana rompió por Meca y finalmente Meki.

Pero como nada en la vida puede ser perfecto, mi madre enfermó, solo fueron unos días, unos días claves y trágicos sobretodo para mi padre, para mi abuela y para nosotros, sus hijos, aunque lo entendimos con varios años de retraso, nos dimos cuenta de lo que habíamos perdido.

La recuerdo en la cama, una cama niquelada preciosa, ella en el centro y nosotros dos revoleteando cerca de ella. Una tía mía nos vigilaba con constantes entradas y salidas.

Una mañana de noviembre, un pueblo con climatología continental, fría y desapacible, entraba un rayo de sol por la ventana que daba directamente sobre mi madre, tendida a un lado de la cama. Esa luz momentánea mostraba su hermosura por encima de su palidez, se la veía radiante aparentemente porque creo que se estaba preparando para su gran partida, para su largo viaje y no estaba preparada.


Llamó a mi hermana. Con los pies de puntillas se acercó a la cama y agarrada con sus pequeñas manitas a la colcha conseguía casi ver a mi madre. Le puso la mano en la cabeza, la miraba con lágrimas en los ojos, giraba la cabeza y me miraba a mí. Con una dolorosa sonrisa en sus labios miró a la pequeña: “Muñeca, ven que te voy a dar mi último beso”. Yo creo que oí eso porque lo tengo grabado en mi memoria. Mi madre se incorporó, la besó y la abrazó. Yo empecé a llorar y no recuerdo como se despidió de mí, pero es la última imagen que conservo de ella viva.

Mantenía la mano sobre la cabeza de mi hermana, los tres permanecíamos en silencio pero llorando, a mi hermana se le juntaba el sonrojo de sus mejillas cuarteadas por el frío otoñal, la mezcla de mocos y lágrimas junto a los cortitos suspiros que daba, me encogían el alma. Yo permanecía agarrado a los barrotes de los pies de la cama con la cabeza entre dos de ellos y miraba alternativamente a mis dos mujeres, lo que mis lágrimas me permitían ver, acompañado de los cortos gemidos que podía emitir tras el nudo que presionaba mi garganta.

Se hizo la oscuridad. Impulsivamente miré hacia la ventana. Un gran nubarrón se interpuso entre la luz y la agonía. Ya no habría más luz, mas claridad, durante el resto del día ni durante muchos años.

Mi hermana, con la cabeza apoyada en la cama, intentaba llevarse la mano de mi madre hacia su cabeza, quería volver a sentir su calor y protección, pero no podía, pesaba demasiado para ella y mi madre ya no podía colaborar, había muerto.

Abracé a mi hermana, los dos permanecimos quietos, asustados, huérfanos, desolados, perdidos, angustiados. Le puse mi mano sobre su pequeña cabeza y se tranquilizó. Suspiraba con profundidad y entrecortadamente, parecía que había entendido el momento, no fue así, jamás lo entendimos, ¿porqué nos tocó a nosotros?, ¿qué habíamos hecho de malo en nuestra corta existencia para merecernos esto?. ¡ Veintiséis años no es edad para morir!.


Murió de embolia cerebral, sin sobresaltos, con el sosiego de una muerte anunciada. Me di cuenta de lo que pasaba cuando empezó a aparecer gente, mucha gente. Mi abuela gritaba y gemía, mis tías lloraban en la calle, mi padre permanecía junto a la cama, los vecinos se ofrecían para todo. Muy extraño.

Nos llevaron a casa de mi otra abuela. Alguien, con cierta ternura e imprudencia quiso que nos despidiéramos de ella. Nos llevaron a la casa de nuevo. Había un ataúd encima de una mesa camilla, la habitación rodeada de sillas con mucha gente vestida de oscuro, unas cuantas velas tristemente encendidas, la cama no estaba. Pregunté, ¿dónde esta mi madre?. Me asomaron a la caja, me impresionó mucho, aunque en su cara solo se manifestaba el reflejo de la dulzura y el amor con que nos quiso hasta el final, pero esta quietud, en contraposición de ese genio con el que nos trataba, ese amor que nos unía y ¡lo importantes que éramos en su vida!, eso, eso fue una escena que conservaría toda mi vida.

Me aferré con fuerza al borde de la caja, aun estando alzado en los brazos de alguien, quería seguir con ella. Grité con energía: “Sacad a mi madre de la cajeta”. Nadie hizo nada. Recorriendo con una mirada a todos los presentes, pidiendo ayuda, observé que todos lloraban como si alguien los estuviera orquestando. Yo dirigía la orquesta, nadie me ayudaba. El desgarro interior que sentí no es descriptible, era inmenso, incomprensible, profundamente doloroso.

A partir de aquél día, jamás volví a ver a mi madre, aunque siempre, por los siglos de los siglos la llevaré por dentro.

Yo tenía por entonces dos años y medio y aunque dudan de mi recuerdo, existe, lo conservo y venero.


La palabra “mamá” para mí no existe en mi vocabulario, aunque me alegro por los demás que si la tuvieron. Cuando iba a casa de algún amigo y decía a su madre: “Mamá, ponnos la merienda”. Esa palabra me quemaba en mi interior: Yo no tenía a quién decírsela.

Manuel Porcel.

viernes, 18 de julio de 2008

Mi amiguete el mariconcete.

Tan solo diecisiete años y ya había elegido su tendencia sexual, al menos empezó a soñar y a ser feliz con la parte poética de su condición.Era bajito y regordete, solitario y agradable. Le recuerdo paseando siempre solo por el colegio, con un pequeño transistor pegado a la oreja y sonriendo a todo el mundo. No me llamaba la atención en absoluto, tan solo su soledad, aunque en su cara no se reflejaba nada de infelicidad.
Por entonces me preocupaba mucho por el prójimo, por sus problemas, por su ánimo, fuera quién fuera. Tenía tiempo para todo en el internado y la verdad es que era hasta satisfactorio poder echar una mano en cuanto se podía.
No sé cómo empezamos a relacionarnos, al final se hizo inseparable, me buscaba, dábamos grandes paseos, le encantaba hablar y a mí escuchar. La soledad que intuía que sentía se manifestó evidente, allí no tenía amigos, yo tenía mi propio círculo de amigos, pero sacaba tiempo para él. Aparentemente no tenía grandes problemas aparte de los típicos de la edad. Me hablaba de su familia, de sus hermanos, de su ambiente y de que realmente era la oveja negra de la familia. No sabía a lo que se refería exactamente pero por la madurez que yo presentaba por entonces me era muy fácil convencerlo de que estaba equivocado, que las cosas no eran así. Creo que fui elevándole sus valores y al final nos hicimos muy amigos.
Yo tenía cinco amigos que dormíamos en la misma habitación, amigos no reunidos por afinidades sino por apellido, pero con el tiempo y las vivencias en común, terminamos haciendo amistad y casi de por vida.
Desde que nos autorizaban a subir al dormitorio hasta que se apagaban las luces para dormir había un intervalo distendido de una hora en que nos poníamos los pijamas, contábamos algo extraordinario o especial, o jugábamos en plan cafre por la vitalidad de la sangre joven y despreocupada.
Mis amigos me manifestaban con risitas que me había hecho muy amigo de “El Gordo”. Meses después descubriría el significado de esas risitas y el constante hincapié en que “nos habíamos hecho muy amigos”.
Le llamábamos El Gordo, pero no había crueldad aparente en las palabras ni en las actitudes, hay que reconocer que para su estatura, si estaba gordito. Había la típica tomadura de pelo hacía la persona débil que aparece en los círculos de personas vinculadas y arropadas y que por el arrope de la masa y las gracias del líder todas las bromas van hacia la misma persona.
Aunque mi amigo dormía en otra habitación, era el primero que se ponía el pijama y se venía a la nuestra. Le iba el rollo. Siempre se estaban metiendo con él, pero lo aceptaba perfectamente y se reía a placer. Pensé que se estaba integrando en el grupo.
Lo más típico que se le hacía era echarlo en una cama y subirse todos encima de él pero con la inocencia que proporciona esa edad. Todo el mundo se divertía y aparentemente nadie salía humillado, al menos El Gordo que era mi preocupación, ya que a los otros los veía autosuficientes.
Pasaron los meses, todo era igual, mi amigo lo notaba más feliz aunque mis otros compañeros nunca contaran con él para nada. Una tarde, de cualquier mes, de cualquier día, me dijo:

- “Me gustaría hablar contigo algo muy privado, algo muy personal”.

Yo pensé que algo nuevo le había pasado en su vida y también pensé que le ayudaría a sobrellevarlo como hasta ahora. Me intrigó que me dijera: “Hablemos en la capilla”. No era una salida habitual pero lo entendí como una de sus rarezas y accedí.
En la inmensidad de la pequeña y vacía capilla nos sentamos en un banco central los dos solos, colegio Gran Capitán. Se fue directamente al grano:

- “Estoy enamorado”.

Agachó la cabeza como avergonzado, lo entendí después, silencio de incertidumbre.

- “¿La conozco yo?”.

Pregunta estúpida ya que ni él, ni yo, ni los dos solíamos salir del internado, pero era la pregunta que le pegaba a tal afirmación, tal vez la había conocido por carta, una novia de su pueblo.

- “No, no la conoces, pero sí lo conoces”.

Pareció que no quise entender la respuesta, me pareció que se refería a un chico, lo miré, me miró, un silencio, una duda: ¿sería yo?. Retrocedí instintivamente y apoyé mi espalda sobre el banco, le volví a mirar, tenía la mirada baja como esperando mi comprensión o mi reprobación.
Durante unos segundos no cruzamos palabra. Estaba procesando rápidamente esta novedosa situación para la cual no encontraba de momento el antídoto adecuado. Era mi amigo, y aunque lo del mariconeo y los maricones ni lo entendía ni quería entenderlo, en este caso era mi amigo y al menos debía de interesarme de los pormenores, sobre todo si al final me veía implicado.

- ¿De quién?.

Deseaba que no me nombrara. Analicé rápidamente la situación: Yo era su único amigo el resto eran conocidos. Parecía que antes de que respondiera, todas las ausencias de la capilla me miraban a mí. Por Dios, ¿qué he hecho yo para merecerme esto?. Si las cosas terminaban como se veía venir, todo cambiaba en esa amistad. No le iba a dar de lado, pero las cosas no iban a ser ya lo mismo, de todas formas, ya no eran lo mismo.
Deslicé la mano sobre mi frente, la desplazaba de un lado para otro, revisé en unos segundos todos los momentos que habíamos compartido para ver posibles indicios de algo, pero nada, no había habido ni la más mínima insinuación de nada. Me toqué la nariz, la barba, la oreja, parecía que me picaba todo el cuerpo, estaba inquieto y preocupado. Intentaba clasificar y aclarar mis ideas y después de un largo silencio le dije:

- “Dime de quién se trata”.

- “Estoy enamorado de Aguirre” -suspiró y bajó la mirada.

Suspiré con mucha profundidad, le sonreí con una seca y grave mueca y él se tranquilizó. Yo aún más. A partir de ese momento debía de transmitirle toda mi comprensión y de que la situación no era tan grave como parecía aunque yo, interiormente estaba escandalizado, en mi moralidad no entraba esta situación.
Me manifestó que sentía que me hubiese fallado como amigo. Le expliqué que no, que los sentimientos eran difíciles de reconducir u orientar, estas palabras me servían para mí también, nos estábamos convenciendo mutuamente con el mismo protocolo de frases, de frase hechas, porque yo no entendía nada ni estaba preparado para ello.
Le di unas palmaditas en la espalda y le dije:
- No pasa nada. Dejemos de momento el tema porque yo necesito asimilar la situación y tú lo que vas a hacer con tus sentimientos.

Aguirre era uno de los cinco amigos de mi habitación.
Como el asunto se me iba de las manos y en este tema no tenía nada de experiencia, opté por hablar con quién en aquellos tiempos se le llamaba “Director Espiritual”. Con la reserva pertinente, ya que era un internado de dominicos, alumnos todos becados, religiosidad tipo opus y el franquismo acechando a lo que ellos consideraban “vicios sociales”, le hablé de un caso anónimo pero próximo, tampoco me preguntó quién, en aquellos tiempos no le interesaba saberlo, era muy complicado todo. El cura me dio un mitin de medio comprensión y medio desaprobación. Yo tomé de sus palabras las que consideré útiles para salvar la situación y que mi amigo no se hundiera.
Empecé por controlar sus visitas a nuestra habitación. Él ya aparecía más cortado. Se sentía observado por mí. Las miradas que lanzaba a Aguirre eran a veces amorosas y otras lujuriosas. Cada día estaba más incómodo con esa situación. Las bromas habían dejado de ser físicas y pasaron a simples palabrerías. Si estaba en fase de recuperación o asimilación, el contacto físico que tan fácilmente se producía en la habitación y anecdóticamente siempre lo provocaba Aguirre, debía de evitarlo. Sutilmente conseguí apartar a mi amigo de aquella habitación.
De nada sirvió mi sutilidad, él sabía lo que yo pretendía, compartíamos un secreto y sabía que lo vigilaba constantemente.
Pasaron los días y mi amigo estaba cada vez más triste. Seguíamos paseando pero la conversación de la capilla estaba haciendo un muro entre los dos. Él lo sabía y yo también.
Empecé a sentir vergüenza de pasear con él. Ya lo observaba a lo lejos, cosa que no hice nunca y la verdad es que tenía una pinta de maricón de espanto. Empecé a verle ya gestos amanerados, gestos que siempre tuvo pero que nunca me llamaron la atención. Las cosas ya no eran como antes, aunque él seguía contando conmigo.
Un día me lo encontré por el pasillo. En su mano derecha llevaba el habitual transistor pegado a la oreja y su mano izquierda metida en el bolsillo del pantalón. Acostumbrado a verlo aletear con los dos brazos por cualquier sitio me llamó la atención su inmovilidad al andar, que junto a lo gordito que estaba, andaba como un robot.

- ¿Qué escondes en esa mano?.

Hundiendo más la mano en el bolsillo y retrocediendo unos pasos me dijo:

- “Nada”.

- Pues si no llevas nada, saca la mano del bolsillo. Nada, nada y nada.

Me fui para él, conseguí sacarle la mano.
Aunque opuso cierta resistencia, creo que él quería que yo descubriese su plan, iba a adoptar una actitud tan cobarde que necesitada de mi apoyo o desaprobación, o llamar mi atención, simplemente. Llevaba un frasco de pastillas.

- ¿Y esto?, -le dije, levantando las pastillas.

- “No puedo seguir así, Aguirre no me quiere y además me humilla”.

- Pero, ¿tú le has dicho algo?.

- Sí, el otro día en el comedor.

- ¿Y qué te dijo?.

- Nada, se reía, se reía, todavía se estará riendo. Mi vida ya no tiene sentido, él lo era todo para mí.

Pensé: “Estos maricones en un instante pasan de la utopía más sublime al más desesperado suicidio”. Ya me ocupaba demasiado tiempo esta dedicación, me había convertido en la niñera de un adolescente con un problema tan serio que ni yo sabía por donde atajar, ni podía recurrir a nadie por que en esos años estos sentimientos no estaban tolerados por la sociedad.
Le vi salir del despacho del director. El padre Vílchez lo acompañaba a la puerta con su mano apoyada en el hombro. Se pararon, ambos quedaron de frente, el cura, con sus dos manos apoyadas en los hombros de mi amigo, le hablaba y le sonreía, mi amigo le devolvía la sonrisa. Al verme, dejó al cura y se dirigió a mi encuentro. Le veía feliz. Me dijo:

- “Tenemos que hablar”.

Me eché a temblar, ¿qué me tenía reservado ahora?. ¿Se habría enrollado con el cura?. No sabía que pensar. Le dije:

- ¿Aquí o en la capilla?.

- En el patio.

Suspiré por un momento pero, la duda me aterrorizaba. ¿Qué sorpresa me estaba reservando?.
Me sentí muy feliz, él también lo estaba. Por decisión propia había tomado la resolución de abandonar el colegio. Si no hubiese sido por la fama que tenía ya de maricón le hubiese dado un abrazo. ¡Abandonaba el colegio!, y con ello también muchas cosas que lo atormentaban y que a mí me quitaban el sueño.
Se fue, me regaló su inseparable transistor. Le transmití mi disconformidad con que se fuera aunque en mi interior lo deseara. Y se fue.
Durante algunos años me acordé de él. ¿Dónde estaría?. ¿Cómo le iría?. ¿Viviría?. ¿Se habría vuelto a enamorar?. Lo fui olvidando poco a poco, pero aún en su ausencia me sentía responsable de él, ¿y si se había suicidado?. ¿Y si por no echarle una mano, algún amigo como yo, había hecho alguna barbaridad?. Intenté convencerme de que tanta responsabilidad yo no podía asumir y como una bruma fue desapareciendo de mi vida.
Años después, cuatro años, en un encuentro concertado, no sé cómo me localizó, me visitó. Con una radiante sonrisa me diría: “Mi vida ha cambiado mucho. Ahora pertenezco al “movimiento gay””. Yo lo miraría de arriba abajo y pensaría: “Pues sigues siendo igual de maricón que cuando te conocí”. Devolviéndole la misma sonrisa con que él me había agasajado. Cuatro años después sí pude darle un abrazo como amigo, me daba igual su condición, también yo había evolucionado algo por los madriles.
Quedé en esperarle en la estación de RENFE, tan solo quedaba a quinientos metros de la universidad.
Avisaron que el tren procedente de Barcelona se detendría en el único andén que había. Comenzó a bajar gente, miraba a todos los que podrían ser gorditos, pelo oscuro, liso y peinado con la raya al lado. No veía a nadie. De pronto, con una gran sonrisa en la cara se me abalanza y me abraza un individuo con aspecto pintoresco, más bien amariconado, y que evidentemente intuí que era mi amigo.
Cuando se separó le miré de arriba abajo y me quedé estupefacto. Había salido del armario consecuentemente y lo veía orgulloso y satisfecho de su condición. Tenía el pelo encaracolado, algo claro, la ropa muy floreada y holgada, pero lo que más llamaba la atención era un pañuelo color naranja que llevaba al cuello.
Permanecí en silencio, le observaba con ráfagas de miradas discretas e incrédulas, como con rubor. Me preguntó:

- ¿Cómo me encuentras?.

- Algo cambiado, - le dije-, estoy sorprendido, pero si te gusta ir así, me parece bien. Por cierto, ¿no te podrías quitar el pañuelo ese del cuello?.

- No, precisamente el pañuelo es lo que me identifica públicamente de que pertenezco al nuevo movimiento gay catalán.

Empezamos a andar y entre la entrecortada conversación que manteníamos y la preocupación de las miradas de la gente, observaba en su sombra el meneo tan exagerado que llevaba con su cuerpo, los manotazos que daba al aire y esa sonrisa tan perenne, que junto con el pañuelo éramos el centro de todas las miradas de la estación.
Mientras él me contaba un montón de cosas sin orden ni cronología, yo elucubraba: ¿Y qué hago yo ahora con él?. Me había anticipado que su visita era de solo un día, pero ¡qué largo se me iba a hacer!.
¿Le llevaba al centro de la ciudad o le llevaba a la universidad?. Tímidamente se lo pregunté pero no me solucionó nada: Donde tú quieras, ¡tengo tantas cosas que contarte!.
Al centro no deseaba llevarlo porque me conocía la gente y los “grises” nos podían dar un mal rato. A la universidad, decidí. Allí también me conocía todo el mundo pero por la edad que teníamos por entonces creía que serían más receptivos y comprensivos con mi amigo y conmigo, también hay que decirlo.
No fue exactamente así. Nada más cruzar el umbral del recinto, coincidiendo de que todo el mundo salía del comedor y nosotros sentados en un banco, en pleno paso de todos, tuve que aguantar muchas risitas, comentarios bajitos que yo entendía perfectamente, “donde lo has pescao”, “vaya modelito”, y todo en ese tono, con mucha guasa pero con cierta educación. Estábamos rodeados de cinco o seis conocidos. Ya me estaba cansando el show y adopté una postura radical y firme. Interiormente me revelé conmigo mismo y me dije: “Este fue mi amigo, e independiente de su condición y aspecto, es mi amigo todavía, así es y así lo admito”.
Me levanté enérgicamente, hasta con cierta brusquedad, y les dije:

- “Este es amigo mío desde que estudiábamos en Córdoba, ahora reside en Barcelona y ha venido a visitarme, os lo voy a presentar”.

Cambiaron las caras, la mía también, se hizo una presentación normal y cada mochuelo a su nido. Tan solo quedó con nosotros mi amigo Luis, mi compañero de habitación.
El corazón lo tenía a tope, estaba tenso, pero el paso que acababa de dar me daba fuerzas para continuar la tarde y reconocer de una vez que era mi amigo y eso era lo importante. Mi reputación creo que estaba salvada. En plan de imagen creo que me salvó mi trayectoria estudiantil en cuanto que me iban bien las cosas, llevaba algunos años de delegado de clase que aunque cargo sin importancia, sí quedaba patente un respeto hacia mi persona, y en cuanto a las tendencias sexuales eran los de la mayoría, tenía un grupo de amigas y una novia. Aseguro que no había duda.
Durante toda esta guerra mental que mantuve en cuanto a mi postura y quehacer, mi amigo me hablaba de un tal Fernando. La verdad es que no lo escuchaba, estaba absorto en mis disquisiciones y escrúpulos estúpidos y no le prestaba atención como en otros tiempos.
Al final, y para evitar más conflictos decidí que charláramos en mi habitación, pero antes, claro, le dije a mi amigo Luis:

- “Acompáñanos en la habitación que yo no sé por donde me puede salir éste”.

Y así fue. Subimos a la habitación, él estaba sentado junto a mí en mi cama y Luis tumbado en la suya. Allí sí que lo estuve escuchando. Luis se reía por lo bajo pero se mostró muy educado y buen compañero.
Se animó tanto con sus historias que en un momento se metió la mano en el bolsillo y se sacó dos porros. ¡Este hombre va a acabar conmigo, -pensé- me tiene una sorpresa detrás de otra!. Yo no había probado nunca eso, pero me puse a la altura de las circunstancias, entre los tres nos volteamos los dos porros.
Cuando dijo de aparecer el efecto del porro parece como que me despabilé o estaba en otro mundo. Recuerdo que mi amigo Luis se retorcía de risa en su cama. Yo miraba descaradamente a mi amigo, de arriba abajo y le decía: ¡Qué maricón eres!. Ya lo sé, no tienes porqué decírmelo -me contestaba. Continuaba con el rollo del Fernando. Lo volvía a mirar y le decía: ¡Vaya pinta maricón que tienes!. Luis seguía riéndose, nunca lo vi reír así, parecía que le iba a pasar algo. Yo creo que ya me estaba pasando pero no era capaz de controlar mis palabras, tampoco me enteraba muy bien de lo que le estaba diciendo ni de lo que me estaba contando, tan solo recuerdo las frases con las que él se defendía porque era como una acción externa que me sacaba de mi “rollo”, el resto de las frases me las contó Luis al día siguiente.
Entiendo que al final se fue, y no por nada, sino porque a la hora de cenar ya no estaba allí. Recuerdo que le llevé a la estación, pero no hacia donde se dirigió. Se fue, y casi final de la historia.
Ya nunca más supe de él. Me llegaron noticias de que por las infidelidades de Fernando, éste se contagió de sida y evidentemente se lo transmitió. Cuando mi amigo se dio cuenta de su situación y debido al motivo de porqué y no de qué se veía en ella, la infidelidad de su amor, de su gran amor, una noche de cualquier día, de cualquier año, con una sobredosis de pastillas se suicidó.

Nota del cuentista: Utilizo la palabra maricón porque era la que se usaba hace más de treinta años. Homosexual ya existía, desde el latín, y se utilizaba en cátedras o cuando se quería quitar hierro a una situación, para darle un carácter suave a una realidad social inminente.
Amparados en la fonética, maricón suena como trueno, bronca, relámpago, donde el retumbar de la cavidad bucal hace de tal pronunciación un realce de la palabra, en estos ejemplos, incertidumbre, poder, algo incontrolado.
Tras la evolución para esta tendencia sexual adoptaron la palabra “gay” (pronunciada “guei”), tanto una como otra creo que son anglicismos, pero coincidentemente, su pronunciación fonética cambia a un tono de suavidad como brisa, beso, sosiego, susurro. ¿Porqué?. ¿Tan solo coincidencia?. Como práctica hay que auto observarse al pronunciar la palabra maricón en voz alta o peor aún, en forma de grito: Nótense los gestos agresivos de la misma boca, todo el tiempo permanece abierta con muchos aspavientos. Ahora pronúnciese la palabra “gay”, es un sonido leve, suave, sin apenas inmutarse los labios. Esta palabra ya no está cargada de agresividad, la fonética es cómplice inicial de todas estas denominaciones aunque las genere el inconsciente o la sociedad. Apreciaciones y enseñanzas del Padre Gago.
A lo que no encuentro sentido fonético ni semántico es a la frase: “Es de la acera de enfrente”. Alguien sabrá el origen de esta frase, yo no, pero parece indicar la desubicación de este colectivo en otros tiempos, porque estén donde estén, se encuentre donde se encuentren, siempre habrá una acera enfrente, que dicen que es la suya pero que nunca se tiene acceso a ella, la lingüística también es cruel. ¿A que sí Padre Gago?

Manuel Porcel 70-75.

Tomasín

Necesitaba integrarme en el régimen de las laborales porque mi padre era minero y la economía familiar muy ajustada para mantener unos estudios. Las becas del “montepío” eran muy codiciadas porque “te lo pagaban todo”. Yo conseguí una.
Mi verdadera vocación era eléctrica. Gran decepción cuando llegué a Córdoba y electricidad no había.
El padre Nemesio me consiguió un libro muy antiguo que había por allí y que para mi fue una delicia.
Me daba largos paseos hacia la subestación La Lancha, me gustaba oír el hormigueo eléctrico de las redes de alta tensión, me sentía bien en ese ambiente. Por entonces no entendía mucho, pero me encantaba observar la grandiosidad de esa subestación sin saber los secretos de ella y el porqué de su existencia.
Al final me decidí por calderería, aunque me daba vergüenza decirlo en mi pueblo porque el concepto rural de calderero era el que arreglaba calderos, la realidad era otra muy distinta. El maestro Vallejo fue importante para mi.
Durante los tres años de oficialía, en Juan de Mena y en Gran Capitán, me dediqué en mis ratos libres a estudiar electricidad. Saqué de la biblioteca general muchos volúmenes que algunos eran de ingeniería. Aquél bibliotecario, creo que era algo cojo, lo tenía ya aburrido con mis consultas.
En Córdoba tenía todo el tiempo del mundo. No era de los habituales de la ciudad, mi vida transcurría en el internado y no tenía mucha más inquietudes.
Saqué, como decía, libros de ingeniería que me estudiaba en la medida que los entendía, pero por ejemplo, cuando en una demostración aparecía una integral, que no sabía ni lo que era pero que el símbolo de la “S” estirada ya conocía, aprendí a integrar al menos las inmediatas, por hábito.
De motores eléctricos leí todo lo que había en la biblioteca. Todas las tardes, en ese recreo que teníamos entre la merienda y la vuelta al estudio, me tumbaba en el césped trasero del colegio y leía y leía. Y no era ningún monstruito ni empollón, me iba el rollo eléctrico.
Mis compañeros me iban asociando cariñosamente a Tomás Alba Edison, mi ídolo, y comenzaron a llamarme Tomasín o Tomasito. Me había olvidado de ese apelativo, pero en el reencuentro del cincuentenario algunos de ellos me llamaron por ese nombre y la verdad es que me impresionó mucho.
Durante todos estos años mantenía la megafonía del colegio, reparaba los plomillos cuando por exceso de carga se ponían hirviendo, preparaba el alumbrado de los teatros, incluso en el teatro griego. Ayudaba a Manolo el del cine a proyectar las películas, que por cierto, me explicó el secreto de cómo se podía proyectar una película de varios rollos sin cortar la proyección con una sola máquina. Un sistema ocurrente y artesano que no he olvidado jamás.
Cuando la película era muy interesante, me centraba tanto en ella que los carbones se separaban y se apagaba la proyección, la gente gritaba: “Manolo”, pero yo sabía que no se referían a mí.
Al final la proyección había un foro que moderaba el fraile Gerardo Suárez (El Capullo), que no tenía desperdicio.
En dibujo no era muy bueno, y si me esforzaba, allí estaba “El Mono”, que con sus grandes dotes de dibujante nos dejaba a todos muy lejos. El profesor de dibujo Emilio Patón Gamero nos hablaba más de la vida que de dibujo. De hecho, nos animó a que le propusiéramos proyectos que nada tenían que ver con la asignatura y de ahí podía depender la nota.
Me puso un ocho. Y no fue por los borrones del tiralíneas, que una vez borrados con la cuchilla dejaban un hueco en el papel vegetal, sino fue por un invento que le hice físicamente.
Se trataba de una caja fuerte confeccionada con una cerradura vulgar de armario que le puse varias capas con la forma de la llave de tal forma que abría si girabas a la derecha o la izquierda sin error porque de lo contrario sonaba un timbre de alarma y se bloqueaba la caja.
Si la levantabas, porque era muy pequeña, también sonaba.
Aquél hombre, con aquél deportivo, creo que un Dauphine o algo así, color verde limón, nos presentaba una forma de vida que no era la normal, era muy distinta, así como él mismo era distinto. A este personaje nunca lo he olvidado, aunque nunca fue para mi una referencia.
Pasó el tiempo, pasé a Alcalá de Henares a hacer Telecomunicaciones. Era lo más parecido a la electricidad y al final, y aún así, hoy tengo montada una bonita empresa dedicada a instalaciones eléctricas Porcel y Vergara, y claro, también hacemos instalaciones de telecomunicaciones. ¡Lo que es la vida!.

Manuel Porcel 70-75.

Torrecillas

Corría 1973, Gran Capitán, mi amigo Antonio Torrecillas, jefe de comedor y yo, éramos muy amigos, amigos en un principio circunstanciales pero que con el tiempo, amigos de verdad.
Ya me había invitado a ir a su pueblo, Peal de Becerro, conocía a su estupenda familia y a su delicada novia Rosi.
En un momento determinado mi amigo se puso nostálgico y deseaba ver a su novia. La situación era una utopía dado el régimen que teníamos en el colegio y que salvo por un motivo importante, no había forma de tomarse unos días parair al pueblo.
Yo generé el motivo importante, se lo propuse y aún sin valorar en demasía el riesgo lo puse en marcha.
Una mañana me desplacé a la Córdoba andando por la vía del tren, faltando a las clases y de incógnito. Desde la primera cabina de teléfono que encontré llamé al director del colegio, el padre Vilchez. Me identifiqué como el padre de Torrecillas manifestándole que la madre estaba muy mala y que esperamos lo peor. Era necesario la presencia del hijo. Con esa edad, no se la voz que yo tendría para imitar al padre.
No hubo ningún problema, el padre Vilchez lo entendió y autorizó su salida.
Cuando llegué al colegio, harto de vía y acojonado por las posibles repercusiones si me trincaban, mi amigo ya había preparado la maleta.
Vilchez me informó de su partida no se si como que era mi amigo o como jefe de colegio. Evidentemente me asombré y lo sentí, coló perfectamente.
Mi amigo estuvo una semana con su novia y a su vuelta, su madre estaba totalmente recuperada.
Posiblemente esta anécdota hubiese supuesto expulsión o una buena regañina, pero por un amigo se da la cara, aunque te la puedan partir. Eso que se llevó.
A su memoria.

martes, 18 de marzo de 2008

Cosas antiguas

Aunque no encuentro aún ninguna foto del evento que te voy a relatar, existió y en algún momento las encontraré:

En 1973, por mayo, se inauguraron las Universidades Laborales de Tenerife, en la Laguna, y otra en Las Palmas para tal evento fuimos una representación de cada laboral en activo con algún responsable. En el caso de Córdoba, fuimos cinco jefes de colegio y como responsable, Félix Cañal.
Aquello fue muy interesante porque vivimos experiencias muy nuevas y no muy asequibles para ese tiempo y edad. Yo tenía diecisiete años, era la primera vez que subía a un avión, Fray "Menta" me acojonó con lo del avión, también era la primera vez que veía el mar.
Como anécdotas recuerdo que teníamos que tomar un pequeño avión, un Foker, para desplazarnos de Tenerife a Las Palmas, en el momento del despegue parece ser que algo pasó, como perlilla en las bujías, nos bajaron a todos y a la hora de subir, subimos con atrevimiento y "los de Gijón" decidieron no subir. Para ser gratis, merecía la pena el riesgo.
Por otro lado, y debido a nuestro carácter, intimamos muchos con las chicas de la Laboral de Cáceres, siempre estábamos juntos. De hecho mantuvimos el contacto durante mucho tiempo, por carta. Recuerdo a una tal Esperanza Roy que era una delicia.
Me compré un sombrero amarillo canario y con eso estaba localizado. Recuerdo una frase que me dijo el rector de la laboral cuando subíamos al avión de regreso: "Tu, el del sobrero amarillo, te he estado viendo en cada momento por toda la isla".
Feliz Cañal se compró un "banyo", tocó muy bien la guitarrilla esa pequeña que tiene los canarios. La verdad es que sabía tocar todos los instrumentos.
A partir de ese viaje y mi trato con Félix Cañal, que fue muy corto, junto con mis colaboraciones en las tramoyas teatrales gracias a mis "especiales conocimientos de electricidad", hicimos de una bonita amistad.
Años después, y como última anécdota, uno de los Jefes de Colegio, creo que Pedro Llago, que también vino al viaje, en 1979 coincidimos en el servicio militar, en el mismo reemplazo, mismo sitio (Tenerife) y misma compañía. Cuando nos vimos, después de cinco años, nos dijimos: "Lo mismo y las mismas circunstancias que en nuestro último viaje".

Manuel Porcel 1970-75