viernes, 18 de julio de 2008

Tomasín

Necesitaba integrarme en el régimen de las laborales porque mi padre era minero y la economía familiar muy ajustada para mantener unos estudios. Las becas del “montepío” eran muy codiciadas porque “te lo pagaban todo”. Yo conseguí una.
Mi verdadera vocación era eléctrica. Gran decepción cuando llegué a Córdoba y electricidad no había.
El padre Nemesio me consiguió un libro muy antiguo que había por allí y que para mi fue una delicia.
Me daba largos paseos hacia la subestación La Lancha, me gustaba oír el hormigueo eléctrico de las redes de alta tensión, me sentía bien en ese ambiente. Por entonces no entendía mucho, pero me encantaba observar la grandiosidad de esa subestación sin saber los secretos de ella y el porqué de su existencia.
Al final me decidí por calderería, aunque me daba vergüenza decirlo en mi pueblo porque el concepto rural de calderero era el que arreglaba calderos, la realidad era otra muy distinta. El maestro Vallejo fue importante para mi.
Durante los tres años de oficialía, en Juan de Mena y en Gran Capitán, me dediqué en mis ratos libres a estudiar electricidad. Saqué de la biblioteca general muchos volúmenes que algunos eran de ingeniería. Aquél bibliotecario, creo que era algo cojo, lo tenía ya aburrido con mis consultas.
En Córdoba tenía todo el tiempo del mundo. No era de los habituales de la ciudad, mi vida transcurría en el internado y no tenía mucha más inquietudes.
Saqué, como decía, libros de ingeniería que me estudiaba en la medida que los entendía, pero por ejemplo, cuando en una demostración aparecía una integral, que no sabía ni lo que era pero que el símbolo de la “S” estirada ya conocía, aprendí a integrar al menos las inmediatas, por hábito.
De motores eléctricos leí todo lo que había en la biblioteca. Todas las tardes, en ese recreo que teníamos entre la merienda y la vuelta al estudio, me tumbaba en el césped trasero del colegio y leía y leía. Y no era ningún monstruito ni empollón, me iba el rollo eléctrico.
Mis compañeros me iban asociando cariñosamente a Tomás Alba Edison, mi ídolo, y comenzaron a llamarme Tomasín o Tomasito. Me había olvidado de ese apelativo, pero en el reencuentro del cincuentenario algunos de ellos me llamaron por ese nombre y la verdad es que me impresionó mucho.
Durante todos estos años mantenía la megafonía del colegio, reparaba los plomillos cuando por exceso de carga se ponían hirviendo, preparaba el alumbrado de los teatros, incluso en el teatro griego. Ayudaba a Manolo el del cine a proyectar las películas, que por cierto, me explicó el secreto de cómo se podía proyectar una película de varios rollos sin cortar la proyección con una sola máquina. Un sistema ocurrente y artesano que no he olvidado jamás.
Cuando la película era muy interesante, me centraba tanto en ella que los carbones se separaban y se apagaba la proyección, la gente gritaba: “Manolo”, pero yo sabía que no se referían a mí.
Al final la proyección había un foro que moderaba el fraile Gerardo Suárez (El Capullo), que no tenía desperdicio.
En dibujo no era muy bueno, y si me esforzaba, allí estaba “El Mono”, que con sus grandes dotes de dibujante nos dejaba a todos muy lejos. El profesor de dibujo Emilio Patón Gamero nos hablaba más de la vida que de dibujo. De hecho, nos animó a que le propusiéramos proyectos que nada tenían que ver con la asignatura y de ahí podía depender la nota.
Me puso un ocho. Y no fue por los borrones del tiralíneas, que una vez borrados con la cuchilla dejaban un hueco en el papel vegetal, sino fue por un invento que le hice físicamente.
Se trataba de una caja fuerte confeccionada con una cerradura vulgar de armario que le puse varias capas con la forma de la llave de tal forma que abría si girabas a la derecha o la izquierda sin error porque de lo contrario sonaba un timbre de alarma y se bloqueaba la caja.
Si la levantabas, porque era muy pequeña, también sonaba.
Aquél hombre, con aquél deportivo, creo que un Dauphine o algo así, color verde limón, nos presentaba una forma de vida que no era la normal, era muy distinta, así como él mismo era distinto. A este personaje nunca lo he olvidado, aunque nunca fue para mi una referencia.
Pasó el tiempo, pasé a Alcalá de Henares a hacer Telecomunicaciones. Era lo más parecido a la electricidad y al final, y aún así, hoy tengo montada una bonita empresa dedicada a instalaciones eléctricas Porcel y Vergara, y claro, también hacemos instalaciones de telecomunicaciones. ¡Lo que es la vida!.

Manuel Porcel 70-75.

2 comentarios:

Conchy P.Vázquez blogpasionporlavida@gmail.com dijo...

Solo informarle que Emilio Paton Gamero asesinó a una niña de tres años en 1989.

Manuel Porcel dijo...

No tenía ni idea. Lo siento. Mi recuerdo sobre él es sobre 1975, profesor de dibujo en la Laboral de Córdoba. Nunca más supe de él ni me esperaba eso.